En días de cuaresma
Por | Silvio E. Avendaño C.
I
Me impresiona la imagen del Cristo crucificado desde cuando llegué, de la mano de mi madre, a la escuela elemental. Me encontré en el salón de clase, decorado por el Escudo Nacional a la derecha y, a la izquierda el Cristo colgado del madero.
Cuando me cansaba de escuchar a la maestra, me imaginaba que el cóndor del escudo podía salir volando por la ventana al patio, pero no el Cristo, pues estaba sujeto al patíbulo. Más la condición mía era esperar que el tiempo volara hasta la hora de recreo. Mi mano padecía el cansancio al escribir, en el cuaderno. “No interrumpiré la clases con mis preguntas”. Debía escribir la plana, una y otra vez. Mi mano debía hacer “buena letra y no manches el papel”. Sentía la fatiga. Entonces, con el cuaderno adelante, la pluma en la oreja, el codo en el pupitre y, la otra mano en la mejilla, comenzaba a contemplar el Cristo agonizante, pues desde hacía muchísimo tiempo estaba allí.
La profesora con su mirada me exigía que escribiera y parecía advertirme que no fuera a preguntar porque le hacía perder el hilo del asunto y distraía a los niños. En aquellos momentos volvía yo, a mirar el Cristo, fatigado en la eternidad de las horas. Y mientras la profesora iba por los distintos pupitres corrigiendo la postura del cuerpo de los niños, haciendo pequeñas señales con el lápiz rojo y, sentándose algunas veces al lado de cada muchacho para corregirles una suma o una división, yo pensaba que mi condición era distinta de la del pobre Cristo, ya que vendrían las vacaciones, al final de clases. Entonces podría ir a elevar la cometa o, irme por la orilla del río, a echar el anzuelo y escuchar el rumor del viento que pasaba y cantaba en el ramaje movedizo de los árboles. Pero, el Cristo permanecía en el salón de clase, sin poder bajar del madero para acompañarme por la correría de las calles.
Al final del curso sucedería que mis compañeros y mi profesora nos iríamos por el camino de las vacaciones, pero el Cristo se quedaría solo en el salón de clase hasta el siguiente curso. Pronto llegaría diciembre y, durante todo ese mes, Cristo, solo en el salón de clase. Mientras por las fiestas de Navidad y Año Nuevo, las calles se encenderían en luces de colores y podía yo mirar al rojo, morado y azul, y en la claridad vacilante, ascendían al cielo constelado, los fuegos artificiales en la noche serena.