Los países de América Latina que hoy, más que nunca, encierran sus expectativas para el mundo, más por tratarse de naciones relativamente jóvenes, con sus recursos naturales, con su afán de “ser”, como en un ánimo por formarse y estructurarse en su propia personalidad, son países que en medio de todo, pueden acabar absolutizando a sus propios gobernantes; más si los ven en su simple afán de hacer cosas. Al fin y al cabo son mandatarios que se pueden estar colocando ante el desafío de demostrar sus propias capacidades en asuntos de desarrollo y aun de progreso.
Sin embargo, estos países de nuestro continente, no parecen contar con hombres de tal talante, en sus reflexiones, en sus análisis, en su manera de abordar la realidad de conjunto en sus propias naciones, que lleguen a formular serios interrogantes: ¿Cuáles, por ejemplo? Este que tanto nos inquieta: el de haber perdido instintos, como el de la conservación. El solo término “conservación”, encierra el concepto de resguardar, de mantener, de defender. Porque hay que conservar recursos de la naturaleza, hay que conservar valores humanos que aún se dan, hay que conservar formas mismas de cultura, de identidad.
Si se pierden instintos de esta naturaleza, es porque se está cayendo en el fenómeno de la indolencia: todo por el simple “espectáculo de políticas”, que se desprenden a lo mejor de gobernantes del momento; muy dados a hacer muchas cosas; pero más con el ánimo de fingir, de dar la impresión de que están actuando eficazmente. Y fácilmente como gobernantes, no dejarán de justificar sus propias acciones, de vivir diciendo que lo que buscan, que lo que se proponen es evitar desfases y hasta catástrofes.
La agudeza de pensamiento, el sentido de crítica, no debe dejarse esperar, por parte de los pocos analistas, de los pocos hombres que puedan existir en cada nación; ahí sí para leer la realidad, en su letra menuda; para advertir sobre lo discutible del discurso del gobernante, dando la impresión de que los problemas, sobre todo de los sectores vulnerables, están identificados y que se está haciendo hasta lo imposible, con tal de resolverlos.
Pero vaya a verse: en medio de lo plausible que pueda estar resultando para la sociedad y para el mismo pueblo, la acción de un gobernante, en cualquiera de los países de este continente, llamado de la Esperanza, no deja de existir el gran fenómeno que ha podido llevar a hacer perder el instinto por la conservación.
Nos referimos a algo de lo cual no escapan, ni gobernantes ni gobernados: la de sus conciencias y voluntades anestesiadas. Unos y otros aparentan conocer el camino; y por eso dirán que van en la dirección correcta. No será tan correcta, a la vez que las políticas vigentes no dejan de crear sus “espectacularidades”, sus “protagonistas”, sus “hechos”, para hacerlos figurar como “trascendentales”.
En un sentido de rigor, no faltarán los observadores y aún los críticos que viven diciendo: “El egoísmo que genera cualquier sistema, hace que los gobernantes antepongan su éxito personal a su responsabilidad social”.
Y el egoísmo es tan mezquino, que de sus ruindades no logra escapar ni la sociedad ni el pueblo. Tan es así que la gente prefiere una catástrofe futura, antes que emprender sacrificios en función de un “plan – salvación”. No planteado por gobernante alguno, sino reclamado por lo que sería un simple instinto de vida.
Pero el egoísmo puede tanto en el corazón del hombre anestesiado y perdido en su propio “yo”, que le impedirá hasta llegar a entender de conservación. Por eso, sistemas, políticas y mentalidad misma en la sociedad y en el pueblo, no dejan de estar arrojando resultados de “carroñería”, para emplear un término de nuestro medio, propio del debilitamiento a que se ha llegado, lo cual ya es catástrofe. Y para peor, sin voces de reacción. Todo porque se considera que “las cosas se vienen haciendo bien y que nada ni nadie las podría hacer mejor”; como en el caso de la nación colombiana.