A unos más, a otros menos, la tristeza del alma se contagia y es más cruel que cualquier nueva enfermedad. No la podemos esconder. Sólo hay que mirar y ver. El momento actual, crecido de dificultades y desconciertos como nunca, propicia esta atmósfera que por sí misma no nos deja vivir; y, aunque siempre se ha dicho, que después de la noche siempre llega el día, o que tras la oscuridad brota el sol, lo cierto es que todo parece agonizar en el absurdo, en la indiferencia, en la falta de consideración por el ser humano y su entorno. Lo real es que los moradores del planeta, prácticamente por todos los rincones del mundo, andan decaídos, sin fuerzas hasta para hacer ejercicio, lo que propicia estados depresivos que nos dejan sin ganas de movernos. Puede que sean cosas humanas, que nos exigen cuando menos profundizar en los motivos, en mi vida, en cómo camino, si encauzado o despistado.
La vigilancia de nuestros interiores nos exige siempre estar alerta, en servicio permanente, en guardia. Por desgracia, mucha gente se pasa la vida vegetando, con multitudes de angustias, desorientada. Le falta coraje y le sobra miedo, mientras el gentío se sigue burlando de los débiles. Desde luego, con tesón y una buena dosis de paciencia, deberíamos concienciarnos de salir adelante, de no vivir bajo la anestesia de los poderosos, de actuar siempre en favor de lo justo, de no resignarnos, implicándonos en nuestras propias historias de luz. Quizás tengamos que aprender a amarnos de otra manera, más de gratuidad que de interés, más de hondura que de superficialidad, pues cuando resplandece lo verdadero, todo toma otro espíritu más alentador, más de esperanza, más de compartir. Yo creo que todavía no es demasiado tarde para reconstruir otros modos de vida, más de donación que de egoísmos, y así poder disfrutar de ambientes más saludables internamente.
Un corazón querido puede con todo, ve una celebración en todos los lugares. Sin duda, no hay nada mejor que sentirse acompañado. Tenemos que quitar de nuestros horizontes aquello que nos desborda y atosiga. Al fin y al cabo, nada es eterno en este mundo de corruptos enviciados por el ordeno y mando. Ojalá fuésemos más servidores unos de otros. En el alma está nuestra propia realidad, nuestros más profundos deseos de transformación, la vida misma purificada. Esto es lo que hay que saborear, regresar al universo de las virtudes, despojarse de mundanidad, reproduciendo la imagen gozosa del caminante abrazado a un horizonte de paz. Por ello, a mi manera de ver, tenemos que estimular nuestras raíces, nuestra verdadera humanidad, adaptar nuestros pasos a la liturgia de las bondades, adoptar otras actitudes también de familiaridad con nuestro hermanamiento.
Ciertamente, las atrocidades son un diario cruel en nuestra existencia. Las salvajadas sufridas por la minoría rohingya en Myanmar, el asesinato a cuchillazos de un bebé de ocho meses y los de dos niños de 5 y 6 años, así como el de una niña de 5 años que intentaba impedir la violación de su madre. O en mi misma patria, donde ayer, un hombre murió junto a su hija (bebé) tras lanzarse con ella desde una ventana del Hospital Universitario de La Paz de Madrid. Es la locura del ser que ya no lleva consigo compasión alguna, que se siente destronado y destruido. Se mata a sí mismo y a los suyos, como si fuera una piltrafa. Son tantas las paranoias que, la actual perversión humana, verdaderamente nos degrada como especie pensante, sepultándonos en las miserias más profundas. Por consiguiente, tenemos que salir de ellas con urgencia. En otro tiempo, en Egipto se llamaban las bibliotecas el tesoro de los remedios del alma. En efecto, dice Jacques Benigne Bossuet (1627-1704), clérigo católico francés y escritor, curábase en ellas de la ignorancia, la más peligrosa de las enfermedades y el origen de todas las demás. Tal vez tengamos que buscar curación en el sosiego, en la reflexión, en el pensar; pues quien no quiere hacerlo, aparte de ser un fanático y un idiota, es un cobarde.
La cobardía es la madre de la barbarie muchas veces. Ahora es el turno de la acción. De no traicionarse a sí mismo. Tenemos que sanar nuestras entrañas, vivir más hacia dentro, ser mejores personas, sobre todo para sentirnos bien y hacer más humana la convivencia. Tiremos todos los muros, los de nuestras casas también, y volvamos a hacer piña, verán como en seguida todas las almas despertarán felices. No hay mayor consuelo que sentirse en el corazón de alguien, que esperanzarse con alguien; puesto que por muchas espinas que hallemos en el camino, en comunidad todo se sobrelleva mejor. Se aminoran los desgarros y se acrecientan las esperanzas. Ya me gustaría que Naciones Unidas se sintiera acompañada (o acompasada) por todos los estados del mundo, para que la solidaridad de la comunidad internacional fuese más efectiva, pero sobre todo, para que fuese referente de concordia entre todos los pueblos, para que nadie se sintiese excluido por nadie, ni estigmatizado por sus creencias o culturas. A veces nos cuesta creer que la irracionalidad y la intolerancia hayan vuelto a nuestro orbe, con la consabida desolación que esto supone para todo ser humano. Es verdad que un alma abatida lleva en su historial siempre la pena; pero este correctivo, será más llevadero en la medida en que la reconciliación del ser con su vida misma, germine de la autenticidad del cambio. También se dice, renovarse o morir. Y yo mismo pienso, que puede ser un buen injerto de ilusión para el mañana.
Indudablemente, la mayor alegría que podemos darnos es volver a tomar conciencia de lo que somos y de lo que deseamos aceptar. Si en verdad queremos ser personas de quietud, nos conviene avivar un buen entendimiento y más reposo en las decisiones. En su época, algo semejante lo decía el inolvidable científico Albert Einstein, «la alegría de ver y entender es el más perfecto don de la naturaleza». Tal vez tengamos que ahondar en el fondo de nuestro corazón (alguna secreta pena continuamente llevamos), para enhebrar un nuevo gozo en favor de lo armónico. Siempre será posible concertar alianzas, incluso en medio de las tribulaciones. Cuando se posee un verdadero pulso de amor, aquel que da sentido a nuestra mirada, también se produce unidad de bienes y de talentos. El día que dejemos de unirnos por materialismos y hagamos comunión espiritual de corazones, disminuirá también nuestra tristeza.
Nos urge, en consecuencia, cambiar de cultos, activar otras ganancias menos mercantilistas, para tener regocijo en abundancia. Lo acaba de apuntar el propio Papa Francisco a los participantes en la economía de comunión: «el primer regalo del empresario es su propia persona: su dinero, aunque importante, no es suficiente. El dinero no se guarda si no va acompañado por el don de la persona. La economía de hoy, los pobres, los jóvenes, necesitan en primer lugar de tu alma, de tu fraternidad respetuosa y humilde, de su voluntad de vivir, y sólo después de su dinero». Hay que donarse, en todo caso y siempre. Es la manera de ser feliz, de engendrar bienestar, de despojarse de la tristeza del alma que hoy en día nos corrompe. De lo contrario, toda existencia interesada es baldía. Carece de lo básico; de la alegría de vivir, por no saber vivir. Acá radica la ciencia (con su conciencia) y el avance de especie: en menos decir y en más obrar.