Nombrar las violencias

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Por | Paola Andrea Díaz Bonilla

En días pasados se llevó a cabo la conmemoración del 25N, en el marco del día Internacional de la eliminación de la violencia contra la mujer. Si bien, en la actualidad esta fecha suscita una serie de eventos, acciones públicas y diferentes manifestaciones simbólicas, mediáticas y de movilización social con el fin de visibilizar y sensibilizar a la sociedad sobre un fenómeno multidimensional como resultan ser las violencias contra las mujeres, aún los efectos en su gradual reducción y futura eliminación se encuentran lejos de alcanzarse.

Este panorama que mantiene la distancia entre la igualdad formal y la desigualdad en el mundo real que enfrentan las mujeres en cuanto a la distribución de oportunidades en ámbitos como el laboral, académico, familiar, de la salud o la participación política, por mencionar sólo algunos, va más allá de la ocurrencia sistemática de diversas expresiones de las violencias, que marcan íntegramente el potencial individual y colectivo de las mujeres.

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Cabe entonces la pregunta sobre ¿cuáles son las condiciones que mantienen las violencias contra las mujeres? Partiendo de una premisa fundamental, las violencias se hallan directamente correlacionadas con las desigualdades estructurales y discriminaciones de género. Una de las posibles respuestas, hace alusión a la invisibilización de las violencias. Lo invisible no remite en este caso al acto de ocultar o anular, todo lo contrario, resulta ser lo que nos negamos a ver y reconocer, porque ha sido percibido y presentado como una serie de hechos normales y propios a la existencia de las mujeres.

El trabajo de nombrar

Ante la construcción de esta realidad, el trabajo de nombrar como violencia las prácticas sociales consideradas cotidianas o naturales, ha sido una acción política desarrollada a lo largo de los tiempos por los movimientos de mujeres y distintos activismos sociales, que han permitido producir nuevos discursos que visibilizan la problemática y la desprivatizan, para ubicarla en el ámbito de la política. Habilitar el lenguaje nos permite ver distinto.

A su vez, la acción de nombrar las violencias ha abierto la posibilidad de problematizar la realidad que viven las mujeres, de conceptualizar para comprender el entramado de exclusiones de las que son objeto y con todo ese acumulado, tomar acciones que conduzcan a la transformación sociocultural, simbólica y jurídica.

Y de la violencia institucional…

La capacidad de nombrar las violencias ha permitido que hechos como el feminicidio sea tipificado como delito; así mismo, que proyectos de ley como los que actualmente se están discutiendo y aprobando en el Congreso de la República, entre ellos, la Ley que prohíbe el matrimonio infantil o el proyecto sobre violencia vicaria sean posibles.

No obstante, que pasa cuando es el mismo Estado representado en sus instituciones quien ejerce violencia contra las mujeres, al no brindarles garantías y constituirse en parte estructural del problema. Ahí es donde se puede señalar claramente esa distancia entre los avances formales o de orden jurídico y la vida real.

Y es que de la violencia institucional poco o nada se habla. Las campañas de sensibilización, por ejemplo, en buena parte se orientan a socializar y hacer pedagogía dirigida a mujeres víctimas, poblaciones focalizadas o funcionarios/as públicos/as, acerca de las rutas de atención en referencia a las tipologías identificadas por la Ley 1257 de 2008: violencia física, psicológica, sexual y patrimonial.

Un ejercicio necesario y relevante, pero que lamentablemente conlleva a un mínimo impacto cuando prácticas como el silencio institucional, la omisión, negligencia, revictimización o el desgaste en los procesos de acceso a los derechos de niñas, adolescentes y mujeres, son una práctica constante por parte de autoridades y servidores encargados/as de avanzar en la prevención, atención, sanción y abordaje integral, encaminado a la erradicación de las violencias.

Sara Ahmed describe en su libro sobre la denuncia, cómo estos comportamientos propios de la violencia institucional obedecen a lo que ha denominado como lo no performativo, entendido como todos los actos del habla institucional que no hacen efectivo eso que nombran. Nuevamente aparece  la distancia entre lo que se supone debería ocurrir de acuerdo a lo nombrado en los procedimientos, rutas o políticas públicas en temas de género y lo que le termina sucediendo a las mujeres en su relación con el Estado.

Si la violencia institucional es parte intrínseca de la perpetuación de las violencias contra las mujeres algo tendrá que hacerse. Empezar por un ejercicio autocrítico y de reconocimiento de esta realidad pueden ser los primeros pasos para derrumbar los muros de resistencia e indiferencia que sostienen parte de los cimientos construidos por el Estado y la sociedad en contra de las mujeres.

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