Le fallé a la mejor madre de todas

Doña Leonorcita, mi abuelita del alma. Foto | archivo particular.
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Por | Gonzalo J. Bohórquez / @GChalito

Foto | Archivo particular

Reviso una y mil veces aquel día en mis recuerdos. Le doy vuelta atrás al casete, lo pienso una y mil veces también. Sigo sin comprender, ¿por qué le fallé a la mejor madre de todas, a mi abuelita hermosa? Que mi mamita del alma me pueda perdonar. Aunque sé que ya lo hizo. Quizás quien no lo puede soportar soy yo.

La vi unas horas antes de irse a descansar a la eternidad, fui testigo de cómo aspiraba, prácticamente “chupaba”, todo el oxígeno que le suministraban. Aún así, le fallé. Y peor todavía, me empeciné con una estupidez que solamente yo mismo me creía. Comencé a fumar tras ese triste episodio en nuestras vidas y le fallé, sé que le fallé. A ella, la más bella, inigualable e incomparable gran señora, doña Leonorcita. Ella se nos fue un 25 de junio, en el 98.

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Y la tengo viva en mente y corazón como si la tuviera a mi lado. Me encantaría verla de nuevo, aunque les confieso que sustos estoy casi seguro que me ha dado; o me dio, ya que apenas ocho días adelante, luego de rezar el novenario, bajé al patio a embolar mis zapatos y me jaló del buso, por la cintura, como solía hacerlo, y me dijo: ¡Hola mijito! Quedé inmóvil, no podía del miedo. Algunos que creen en ello dicen que la espanté. Y jamás volvió. No por lo menos con su voz, pues nos dejó a Mimí para siempre (ya contaré en alguna oportunidad sobre el tema, en un espacio más personal).

¿Y cómo pude fallarle? Si ella era todo, una luchadora incansable, quien siempre nos tenía un plato de comida en la mesa, no solo a sus nietos, hijas e hijos, yernos, y demás familiares, sino a quien llegaba a la casa. A la casa de los Bohórquez. Una tarde, de las últimas que compartimos, cuando ya le dolían tanto sus piernas, le pegué con un balón. Me regañó. Tal vez de las poquitas veces que lo hizo, pues por el contrario evitaba que mi mamá lo hiciera y me defendía como aquel dragón que defiende su castillo.

Razones, muchas. Por desobediente, por durar horas jugando fútbol en los patios y ensuciar la ropa con un balonazo (que muy seguramente iba para gol), y hasta por un peinado que para esa época fue una ofensa. Me iban a “pelar” a ‘juete’, pero ella se interpuso. No me salvé fue de la peluqueada al otro día, seis en punto de la mañana, con la vergüenza del mundo, antes de ir al colegio eso sí, tuve que bajarme “la porquería” que me había hecho en el cabello. Ahora nos reímos con mi mami. En ese tiempo no fue chistoso.

Y nos consentía a más no poder. Había una especie de despensa en el comedor, como de tres metros de alto por unos dos de ancho (era una casa antigua, esquinera, en el Parque de La Villa en Sogamoso) que al abrirla nos hacía suspirar, nos saltaban los ojitos de la felicidad. Fijo, y mínimo, era gaseosa con empanada. De las que vendía en el colegio. Y después de toda una tarde de correr de arriba para abajo (eran dos patios, un corredor, dos pisos y dos solares) esas onces sabían a gloria. Nadie se imaginaría que con los años engordaríamos. Y no tenía la más mínima relevancia. Éramos ciento por ciento felices.

Y le fallé. No puedo creerlo, pero lo hice. Para ese entonces nos fuimos para Bogotá, allá mismo donde la vi como les comento al comienzo de estas letras, en la Clínica Cardio Infantil, porque ya era hora. A pesar de que yo cumplía ese año la mayoría de edad, no pasaba por mi mente que fuera así. Sencillamente, porque a mi abuelita la trasladaban y regresaba. Ese año ya no había vuelta de hoja.

La visitamos y nos esperaba para darnos posada mi tío ‘Yanqui’, quien también se nos adelantó en el camino y le acompaña en el más allá. Nos quedamos en su apartamento en la capital del país con mis primos adorados y mi tía, de su segundo matrimonio, con quienes disfrutábamos un montón los pocos momentos que teníamos.

A la mañana siguiente mi mami se fue temprano y me dejó. Surgió la idea de salir un rato a la cancha del conjunto, eso causó un disgusto; y si no recuerdo mal, mi tío dijo, déjenlos que se despejen un tanto. Salimos. Obviamente lanzábamos el balón como por lanzarlo. No había ánimo. Entró una llamada. Nos pegaron el grito por la ventana. Sentí cómo me bajó un corrientazo por todo el cuerpo. Y las lágrimas se apoderaron de mí. Efectivamente, nos dejó. Y yo, le fallé. Es muy complejo todo lo que se atraviesa por tu mente, la muerte nunca avisa, a pesar de que ya te la hayan nombrado. Y te destroza. Me juzgué y tal vez a la fecha no he logrado perdonarme del todo. Un psicólogo me decía que no había que darse tan duro.

Y lo más berraco es que eso me impresionó tanto que no pude llorar de ahí en adelante. No como lo sentía. Estuve blanco como un papel. Y la sociedad te hace añicos. Hoy en día, lo digo con total certeza, me parece terrible que alguien se atreva a decidir lo que siente el otro, a juzgar y hablar de más por el simple hecho de que uno llore amargamente o no por el fallecimiento de un ser querido.

A la gente le gusta es el show y con nosotros no fue la excepción. Claro que lloré, pero me atraganté por un largo período lo que significó para mí la pérdida de nuestra abuelita Leonorcita. Dije unas palabras en sus exequias, pero me temblaba tanto la voz, con todo lo que me decía mi yo interior, que tal vez no se me entendió mucho. Sentía ‘nudos de fuego’ en la garganta y no conseguía la calma. El dolor es subjetivo y el duelo se siente diferente. Por supuesto que existen algunos que exageran, otros que minimizan y ridiculizan, pero tengan por cierto que se sufre bastante. No todos somos iguales.

Y le seguí fallando. Mientras andaba en la universidad descuidé a mi abuelito, debí visitarlo más, y también se nos fue. Unos años más tarde, con una pena moral enorme. Aparte de sentirse solo por mi abuelita, por su “viejita”, murió prácticamente olvidado después de haber dedicado su vida a la educación de cientos y creo no equivocarme, miles de sogamoseños. “Panamericano, te saludamos, y te agradecemos nuestro saber…”; esa también es otra historia que aspiro a plasmar.

Y este domingo, en el ‘Día de las Madres’, recuerdé nuevamente todo aquello que se ha venido a mi mente por estos días, ya que doña Carmelita, la abuelita de mi amor, de mi novia, y madre de un gran amigo y colega, partió de este mundo en la mañana de ayer. En estos momentos tan duros que hemos pasado, sobre todo ella lógicamente, he tenido un sinfín de imágenes dándome vueltas por la cabeza. Por eso me senté a escribir. Tal vez ya era hora de hacerlo. Quienes me conocen saben que a esto me dedico, por lo que me refiero a exteriorizar estos sentimientos que solo había contado entre amigos.

Doña Carmelita dejó un ‘Casino de amor’. Foto | archivo particular.

Y también le quedé debiendo. Nos quedamos sin jugar ese “chico de parqués” que decíamos, la próxima vez. Incluso teníamos lista la apuesta, había que llevar «billullo» (moneditas), el ‘chico’ era en serio. Ya no lo hicimos. Eso sí, jugamos bastantes. Doña Carmelita dejó un ‘Casino de amor’ para quienes tuvimos el placer de conocerla. Y también nos consintió. Se parecía en muchas cosas a mi abuelita. Es que «las abuelitas son las abuelitas».

Hasta una razón le llevaba el sábado en la noche, solamente que la vi tan profunda que no quise molestarla. De nuevo queda la enseñanza, esa que uno ya sabe, pero que te gana, de que dejar para más adelante, no todas las veces vale. No hay mañana. Descansen en paz.

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