La envidia: ¿admiración mal entendida?

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Por | Jhonathan Leonel Sánchez Becerra / Historiador con énfasis en Patrimonio y Museología

 A solicitud de mis lectores —y de mis críticos más persistentes—:

En la vida cotidiana, la envidia suele ser vista como una emoción negativa, corrosiva, incluso vergonzosa. Nos enseñan desde pequeños que es mejor despertarla que sentirla. Sin embargo, ¿y si estuviéramos malinterpretando esta emoción tan humana? ¿Y si la envidia fuera, en su esencia más profunda, una forma distorsionada de admiración?

Cuando sentimos envidia, lo que estamos haciendo es observar en el otro algo que deseamos para nosotros: su éxito, su belleza, su talento, su libertad o incluso su felicidad. Es decir, reconocemos en esa persona una cualidad valiosa, una meta alcanzada, algo digno de tener. Y eso no es otra cosa que admiración. La diferencia radica en cómo gestionamos ese reconocimiento: la admiración nos inspira; la envidia nos frustra.

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Según el psicólogo Richard H. Smith, autor de Envy: Theory and Research (2008), “la envidia surge cuando una persona carece de una cualidad, logro o posesión que desea y que otro posee, y desea que el otro no lo tuviera”. Ahora bien, el mismo autor subraya que la envidia tiene un componente informativo, nos señala lo que valoramos y lo que anhelamos. En este sentido, puede ser vista como una brújula emocional.

La envidia nace cuando admiramos desde la carencia. Cuando no creemos que nosotros también podemos lograr eso que vemos en el otro, cuando nos sentimos incapaces, inferiores o lejos de merecer lo mismo. Es entonces cuando la admiración se vuelve oscura, se retuerce y nos envenena. Pero en el fondo, sigue siendo admiración, es una prueba de que valoramos eso que vemos, aunque no lo sepamos expresar con gratitud o respeto.

El sociólogo Helmut Schoeck, en su clásico estudio La envidia: una teoría de la sociedad (1966), argumenta que esta emoción ha sido clave en el desarrollo de las estructuras sociales humanas. Para Schoeck, la envidia no es solo una fuerza destructiva, sino también un motor de progreso, bien entendida: impulsa la competencia, la innovación y la superación personal.

Muchos de los grandes logros de la humanidad han nacido de ese sentimiento ambivalente. ¿Cuántos artistas, científicos o emprendedores no se vieron motivados por un anhelo profundo de alcanzar el nivel que otros les inspiraban… o los envidiaban? En un estudio publicado en Personality and Social Psychology Bulletin (van de Ven, Zeelenberg & Pieters, 2009), se distinguieron dos tipos de envidia: la “benigna”, que motiva y conduce a la mejora personal, y la “maliciosa”, que lleva al resentimiento y al deseo de que el otro fracase.

El problema no es sentir envidia. El problema es saber gestionarla y entenderla. Cuando se reprime sin examinarla, dejamos que nos corroa por dentro. Pero, si somos honestos con nosotros mismos, si aceptamos que lo que sentimos en el fondo es admiración mezclada con inseguridad, entonces podemos dominarla y transformarla. Dejamos de mirar al otro con rencor y empezamos a mirarnos a nosotros mismos con esperanza.

Aceptar que la envidia es admiración mal canalizada es un acto de madurez emocional. Es el primer paso para convertir lo que nos duele en algo que nos impulsa. Para dejar de desear que el otro caiga, y empezar a construir nuestro propio ascenso. En vez de preguntarnos ¿por qué él y no yo?, podríamos empezar a preguntarnos: ¿qué puedo aprender de él para lograrlo también?

En ciudades pequeñas como Tunja, donde las dinámicas sociales suelen estar caracterizadas por la cercanía, los círculos reducidos y la visibilidad constante entre colegas, conocidos o vecinos, la envidia puede volverse un fenómeno especialmente palpable. El éxito ajeno no pasa desapercibido, y las comparaciones, en muchos casos, son inevitables. En este tipo de entornos, la línea entre admirar y envidiar se vuelve aún más delgada, y muchas veces los logros de alguien generan más suspicacia que inspiración. Por eso, es clave cultivar una cultura de reconocimiento sincero y apoyo mutuo, donde podamos celebrar el mérito de los otros sin sentir que eso nos empequeñece.

Es común envidiar lo bueno o se desear lo que hace bien, pero jamás pretender lo indigno, admirar a delincuentes ni apreciar sus habilidades para ejercer la corrupción y la injusticia. Al final, los hechos hablan por nosotros, y siempre será mejor reflexionar con sinceridad para descubrir quiénes queremos ser realmente.

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