La acción comunal: memoria, grieta y esperanza

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Pedro Alejandro Ríos. Autor boyacense, Miembro de la Mesa Amplia por el Arte y La cultura y exconsejero de literatura Departamental en Boyacá. Autor del libro ‘Pedro Realidades’, columnista, abogado, y Comunicador Social.

En Colombia, la acción comunal nació para que la comunidad se organizara donde el Estado no alcanzaba. Desde la Ley 743 de 2002, que la reconoció como figura legal, hasta la reforma de la Ley 2166 de 2021, que intentó modernizarla, se nos ha dicho que las Juntas de Acción Comunal son las semillas de la democracia local. Y lo son: más de 63.000 juntas existen hoy en el país, según el DPS, con millones de afiliados que mantienen viva la costumbre de reunirse, deliberar y resolver lo que de otra manera sería olvido, olvido profundo.

Pero esas semillas crecen en un suelo pedregoso. La burocracia se les atraviesa como maleza: trámites que demoran meses, requisitos imposibles, ventanillas que exigen papeles distintos según la cara que atienda. Una junta necesita más paciencia que recursos para sobrevivir.

El bolsillo, además, es mínimo. El gasto comunal representa menos del 0,2 % del presupuesto nacional, lo que significa que las juntas siguen dependiendo del favor del alcalde de turno o de las mingas voluntarias que desgastan más a la comunidad. Como si fuera poco, la Defensoría del Pueblo ha alertado que en la última década más de 120 líderes comunales han sido asesinados. El liderazgo comunal todavía duele, todavía cuesta la vida, todavía cuesta la guerra.

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Y sin embargo, las juntas insisten. Organizan fiestas para financiar salones comunales, construyen placas huellas con las uñas, protegen el agua cuando nadie más se ocupa y luchan por todos los miembros, a veces, en prologado olvido. En ellas, los presidentes son albañiles, los y las secretarias, llevan libros a mano, y los tesoreros son campesinos que guardan las cuentas en cuadernos escolares, muy a pesar de la consolidación de la actualización a cuenta propia. Lo hacen porque creen que el bien común es más importante que el cansancio personal.

El 2026 no puede encontrarlas cansadas y solas. Sus desafíos son claros:

Digitalización real: las leyes hablan de participación en línea, pero ¿cómo hacerlo en veredas donde el internet es un lujo?

Financiamiento digno: urge un fondo nacional exclusivo para la acción comunal, que no dependa de voluntades políticas ni de arrebatos administrativos.

Relevo generacional: los jóvenes deben encontrar en las juntas un espacio de creación, no una sala de espera para papeles.

Protección de líderes: sin seguridad, la democracia comunal seguirá en riesgo.

Participación efectiva: dejar de ser ejecutores de obras menores y convertirse en actores de planeación en los planes de desarrollo municipales y regionales.

Las juntas son como aljibes de esperanza: en ellas se guarda el agua de la vida comunitaria para cuando arrecia la sequía de la indiferencia. Son el eco de un país que insiste en organizarse a pesar de la desidia del poder y la polarización.

Allí, en cada vereda y en cada barrio, la acción comunal se parece a una abuela que dona su lote para el salón, a un campesino que presta su mula para cargar cemento, a una mujer que insiste en sembrar flores al lado de la carretera y a esa madre, que lucha porqué su escuela, no sea un eterno olvido.

El reto de hoy es que esas acciones de amor no sigan quedando solas en cuadernos viejos ni en reuniones olvidadas. El reto es que la acción comunal deje de ser vista como un favor voluntario y se reconozca como lo que es: la columna vertebral de la democracia local.

Porque en Colombia, la acción comunal no es el Estado: es el pueblo organizando lo imposible, mientras espera, casi con desesperanza, que el Estado, alguna vez, lo haga posible.

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