
En nuestros pueblos, el personero nació como guardián de la palabra, como centinela de los derechos y la dignidad de la gente común. No fue creado para gobernar, sino para vigilar a quienes gobiernan. Su fuerza no está en la firma de contratos ni en el manejo de presupuestos, sino en la voz que denuncia, en la mano que advierte, en la memoria que incomoda.
Sin embargo, últimamente algunos personeros han decidido probarse otro traje. Quieren ser coadministradores, como si la Alcaldía necesitara un doble, o como si el cargo los autorizara a repartir la mesa del poder. Y en ese gesto se desfigura la esencia de su oficio: dejan de ser vigías para convertirse en actores de la obra que deberían observar con distancia.
Ante la norma, el personero es un faro en la penumbra, una voz incómoda que recuerda los límites del poder. Es la conciencia del pueblo frente al ruido de las mayorías y el silencio de los olvidados. Hoy, en ciertos lugares, se confunde con un gerente de bolsillo, más preocupado por participar en la administración que en cuestionar sus excesos.
El peligro de esa confusión es profundo: un personero que quiere gobernar deja de defender. Su cercanía con el poder lo vuelve sordo a las quejas y ciego a las injusticias. Y el pueblo, que confiaba en él como aliado, lo siente ahora como un funcionario más, sentado a la misma mesa de siempre, brindando con los de arriba, en pequeñas mesas donde se reparte el poder.
La democracia no necesita personeros obedientes ni ambiciosos de mando. Los necesita valientes, tercos, capaces de ser la piedra en el zapato del alcalde, el espejo incómodo en el concejo, la voz de quienes no tienen voz. Si se convierten en coadministradores, no sólo traicionan su misión: traicionan a la comunidad que representan.
Porque los pueblos, sin vigías, quedan a oscuras. Y en la oscuridad, el poder se desborda, los derechos se olvidan y la esperanza se marchita. El personero debe recordar lo que es: no un administrador más, sino el guardián de lo invisible, el defensor de lo que a veces parece inútil, el que dice la verdad aunque duela. Como escribía Galeano, “al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”. El personero no cambia gobernando, cambia defendiendo.