
Cuando por primera vez en la historia de Colombia ocurre la condena judicial por 12 años de cárcel y 8 de inhabilidad publica por la comisión de dos delitos comunes al expresidente más poderoso, contra el que reposan en los despachos otras decenas de denuncias de una era de “horror sistemático” en el nombre ya no del “orden” de los años 50, ni de la “defensa del orden de los 60”, ni del “estado de sitio” de los 70, ni del “estatuto de seguridad” de los 80, si no de la “seguridad democrática” del 2000, que unos veían como una luz para ir seguros a sus fincas y otros como una sombra que podría descuartizarlos o llevarlos a los hornos crematorios de otras fincas. En esta continuidad del horror ronda el para qué derechos humanos en estos contextos, el para qué sirven cuando la justicia es frágil.
En tiempos de barbarie y levedad de la justicia, los derechos son una trinchera ética, una herramienta jurídica y una pedagogía de la dignidad para prevenir que retorne el mismo horror y para mantener viva la memoria y posibilidad de reparación, porque, aunque no haya justicia perfecta, mientras haya verdad y memoria hay esperanza de vida en paz. La seguridad democrática extendió la idea de que “todo vale” para conservar privilegios y los paramilitares como si estuvieran en su última carrera entre el 2000 y 2004 desataron su máxima crueldad (masacres, asesinatos selectivos, desapariciones, despojo) en favor de los determinadores encargados del trabajo de oficina (espionaje, montajes judiciales, falsos atentados, falsas desmovilizaciones, falsas noticias y listas de “enemigos a neutralizar”). Todo puede ser corroborado en portales como verdad abierta, informe de comisión de la verdad, expedientes de paramilitares, sentencias condenatorias sobre la mayoría de staff del poder y del entorno del líder hoy preso y del partido en el poder, sus ministros, embajadores, congresistas, directores de la seguridad del estado, oficiales del palacio, generales, fiscales, presidentes de cortes.
Nada era al azar, el “enemigo debía ser borrado” y los sistemas de justicia inoperantes, porque como en un genocidio había intencionalidad y sistematicidad para eliminar la condición política del otro, el adversario, el desobediente y ante la magnitud de los crímenes si algo llegara a fallar los sistemas judiciales no podrían cumplir su misión de verdad, castigo y reparación, por omisión, corrupción o debilidad y fallaron. La persistente impunidad sobre la seguridad democrática muestra con crudeza los límites y las posibilidades del lenguaje de los derechos, que así como ante horror del exterminio nazi y de la dignidad arrebatada dieron vida a la declaración de derechos de 1948 como respuesta ética y jurídica al horror, este puede ser en Colombia el tiempo para que los derechos humanos vuelvan a emerger no como abstracción moral, sino como una reacción histórica frente al intento ejecutado con barbarie e impunidad de despojar a la nación misma de su existencia política.
Si la seguridad democrática liderada por el hoy expresidente preso por delitos comunes de soborno y fraude, representó la forma más extrema de violencia ocurrida en el siglo XXI, su consecuencia más devastadora ha sido la impunidad, que hoy primero de agosto, débilmente se ha roto no por la acción del sistema de justicia, si no por la virtud del saber y la rectitud ética del actuar de una juez que ha interpretado el derecho aún contra las barreras del mismo sistema, pero abierto una inmensa ventana para que la “levedad de la justicia” le permita a los derechos humanos actuar como una forma de resistencia simbólica y documental, para preservar la memoria de los crímenes, legitimar la voz de las víctimas y mantener abiertos los caminos hacia la reparación futura.
La memoria de los crímenes queda atada a la condena histórica y judicial, del “líder preso”, no para ser usada con odio ni resentimiento, sino para reafirmar el compromiso ético con el presente, para acumular conciencias, posicionar radicalmente un sentido de humanidad solidaria en medio de su negación y para articular el sufrimiento con el lenguaje del derecho, porque las víctimas no solo tienen dolor, también tienen derechos violados, y ahora sí pueden esperar el comienzo del tiempo de los derechos con la continuidad de los juicios y castigo por los 6402 jóvenes asesinados por el estado de la seguridad, las masacres, el espionaje y la entrega del estado de derecho al poder del todo vale y para qué nombrar el crimen por su nombre sea resistir al olvido y evitar su banalización.