Uno de los rasgos característicos de los nuevos populismos es que son capaces de introducir en la agenda política problemas que ni una mayoría social percibe como trascendentes y que la realidad objetiva demuestra que son perfectamente reconducibles.
Por | Ricardo Martín*
¿Existe un problema real con la interrupción voluntaria del embarazo en los Estados Unidos? ¿Hay alarma social por el número de abortos o su incremento entre los estadounidenses?
El número de abortos se viene reduciendo desde 2011 y la tasa de abortos alcanzó un mínimo en 46 años en 2017, con una caída tanto en los estados conservadores que han restringido el derecho al aborto como en aquellos estados que no han endurecido las leyes.
Significativamente, en California, que ha tratado de ampliar el acceso a la interrupción del embarazo, la tasa disminuyó entre 2011 y 2017 un 29%.
Las causas del descenso de abortos en EEUU son varias, según los expertos: un acceso más fácil a técnicas anticonceptivas, los nuevos canales y plataformas de distribución online; o, incluso, una menor actividad sexual de la población.
Pero la prueba definitiva de que el aborto no es un problema real en Estados Unidos es que las tasas de embarazo y natalidad en todo el país también están disminuyendo.
¿Hay alarma social ante la normalización que supuso la Ley en vigor desde 1973? No parece, dado que –según los últimos trabajos demoscópicos- siete de cada diez estadounidenses están en contra de revocar la legislación actual; y una encuesta realizada en 2021 por el Pew Research Center reveló que el 59% de los adultos estadounidenses creían que el aborto debía ser legal en todos o en la mayoría de los casos, mientras que el 39% pensaba que debía ser ilegal en la mayoría o en todos los casos.
Pero la obcecación a contracorriente de un porcentaje muy radicalizado y politizado de estadounidenses sí tendría consecuencias nefastas para sectores significativos de la población; precisamente los grupos sociales con menores recursos, los más vulnerables: mujeres racializadas, migrantes latinas y afroamericanas; así como las mujeres en riesgo de exclusión.
De este modo, los migrantes vuelven a ser protagonistas de decisiones contrarias a sus intereses, que agravan su situación y sus dificultades para prosperar en una sociedad rica y llena de oportunidades. Esta realidad no es ni mucho menos nueva, es una secuencia que ya se ha vivido en otros momentos históricos en que los migrantes han sido discriminados.
En el caso del aborto, las consecuencias del endurecimiento del derecho a la interrupción del embarazo recaerán particularmente en las mujeres migrantes, que van a ser quienes sufran en primera persona la decisión que está siendo debatida en la Corte Suprema.
Los cambios legislativos que se vienen produciendo en distintos estados desde hace más de una década, destinados a limitar el derecho al aborto, obedecen a una estrategia muy evidente y planificada: mediatizar la independencia judicial y llegar a la cúspide, representada por la Corte Suprema, para que se retracte de la sentencia de 1973 y dé un giro radical, restringiendo el derecho al aborto en todo el territorio estadounidense.
La politización ha ido socavando la independencia judicial, extendiéndose como mancha de aceite desde los estados más conservadores, llegando a desacreditar a jueces de reconocida independencia y a otros tantos tribunales que han tratado de resistir las presiones políticas.
En su estrategia de politización de la Rama Judicial y sus decisiones, se trata ahora de que la Corte Suprema desactive la sentencia de 1973, ampliando las restricciones al territorio federal.
Como se sabe, Oklahoma ha aprobado recientemente la ley del aborto más restrictiva de Estados Unidos, que prohíbe la interrupción voluntaria del embarazo en casi todos sus supuestos, también los plazos. Una iniciativa aún más restrictiva que la aprobada en 2021 en Texas, que contraviene la sentencia del Tribunal Supremo que en 1973 reconoció el derecho constitucional al aborto en el país.
Imagino que las ciudadanas de OK no son conscientes de que esta nueva ley las equipara al 5% de la población mundial (90 millones de mujeres en edad reproductiva), que viven en países prohibicionistas; y las aleja de los 386 millones de mujeres (el 23 % mundial) que viven en países en los que el aborto está permitido por motivos sociales o económicos; o de los 601 millones (el 36 % de las mujeres) que viven en países que permiten el aborto “libre” con el límite gestacional de dos semanas antes de la concepción.
México, Chile, Argentina y Colombia han sido los últimos países en incorporarse a la comunidad global que mayoritariamente es permisiva con el aborto legal con restricciones; si bien el caso más significativo es el de la muy católica Irlanda, que en 2019 estrenó la ley que despenaliza la interrupción voluntaria del embarazo.
Durante décadas, como consecuencia de la prohibición de abortar en el territorio, miles de irlandesas se vieron empujadas a otros territorios permisivos, como Liverpool, la ciudad inglesa más cercana. Se estima que en el último cuarto del siglo pasado 170.000 embarazadas realizaron esos ominosos desplazamientos.
Ciertamente, la anulación de Roe vs. Wade no sólo perjudicará a las mujeres estadounidenses más vulnerables y a la población femenina migrante con menor poder adquisitivo, caerá en picado la imagen global de Estados Unidos, dando alas a las fuerzas políticas ultraconservadoras internacionales que niegan el derecho de las mujeres para decidir su maternidad o la igualdad de derechos de género.
También sufriría quizás de manera irreversible la imagen de independencia de la Justicia, por cuanto es incuestionable que la politización, la intromisión de las fuerzas políticas en el ámbito judicial, daña gravemente la separación de poderes, esencial en los sistemas democráticos.
*Ricardo Martin es periodista español, experto en asuntos internacionales, consultor político, profesor universitario y escritor.