Por | Darío Rodríguez
La consagración del pintor Ernesto Cárdenas hasta ahora inicia.
Habitante eterno de una provincia, creador profuso aunque tardío – solo hasta los años ochenta del pasado siglo comenzó la difusión crítica de sus trabajos – y con un ímpetu artístico que parecía no acabársele pese a haber cumplido cien años de edad durante 2021, queda aún el trecho largo del estudio de sus temas, de su estilo, y, siendo justos con él, con el tipo de arte que ejecutaba de modo magistral, concederle el lugar que se merece dentro del arte colombiano, incluso hispanoamericano.
Porque no hablamos aquí solamente de un pintor notable en la región boyacense. Y le rendiríamos un flaco homenaje al pensar su obra limitándola a Duitama, la pequeña ciudad de donde era oriundo (por otra parte, de la que se nutrió siempre para pintar), o acercarlo, entre ideas preconcebidas y cierto chovinismo que nos caracteriza, en exclusiva a las expresiones populares y al culto hacia la exaltación desinformada de “lo nuestro”, los prejuiciosos arquetipos, la ruana, el sombrero, la supuesta remarcable capacidad laboral de los boyacenses y demás. Ernesto Cárdenas y su pintura están, desde luego, muy por encima de todos esos formalismos.
Quizá de manera involuntaria, motivado por una nostalgia singular y un alto sentido de la observación, partió del ser campesino o pueblerino y le dio realce, con matices personalísimos, a personajes y prácticas sociales. Una fiesta o una romería pintada por Cárdenas no es la mera muestra de unas costumbres sino la manifestación plena del espíritu de quienes las llevaban a cabo. No es exagerado comparar la abundancia y la particularidad de sus escenarios y seres – cada uno poseedor de un alma, unos rasgos específicos – con las búsquedas de maestros europeos antiguos como Brueghel el Viejo o el Bosco. Así, la plaza principal del poblado, su cohorte de mujeres, hombres, animales, objetos, se convierte para el espectador atento no en una estampa folclórica sino en una chispeante y colorida prueba de la condición humana. Ni más ni menos.
En vida Ernesto Cárdenas fue calificado de primitivista o figurativo, entendiéndose estos adjetivos como si el pintor se conformara con calcar lo vernáculo. Era, también, un amable ardid para excusarlo por no haber pertenecido a grandes academias, o por ser un autodidacta. De hecho, sus premios en salones de arte popular podrían conducir a una reducción fácil: no hay perfeccionismos en sus formas, no se ven sino vecindades con lo naíf, lo ingenuo o lo simplista; es injusto dejar a sus cuadros en esa esquina pírrica de la valoración artística.
El sitio adecuado a Ernesto Cárdenas debería ubicarse entre la supremacía de la pintura colombiana del siglo XX. Por lo menos. La Duitama rural y deudora de lo aborigen y de lo hispánico que aparece en sus creaciones enseña, con firmeza, con visión escueta, la sociedad mestiza que conformamos, resultado de un rudo choque cultural. Una colectividad que aún está gestándose. Nos podemos observar no solo boyacenses sino suramericanos en esas pinturas, en búsqueda de nuestra expresión como lo estudió y analizó uno de nuestros pensadores, Pedro Henríquez Ureña. Es más: nos ayudarían a encontrarnos a nosotros mismos, a seguírnoslo planteando.
Todo esto sin olvidar la gracia y la candidez de su factura, única entre sus contemporáneos y entre los pintores que lo sucedieron. La puesta en cuestión de parámetros intocables, en cuanto a la técnica se refiere, en manos de Cárdenas se vuelven su sello artístico. Sus proporciones y su sentido de la perspectiva se alejan de los dictados académicos al uso y brindan la idea de algo que es de él y de nadie más: una gran capacidad de sugerencia con materiales sencillos y recursos mínimos.
Así, no está cerca de sus pares colombianos, Henry Arias o Román Roncancio, sino que se aproxima a pintores y escultores de mayor potencia. Puede ser osado equipararlo a la francesa Niki de Saint – Phalle o al legendario Henri Rousseau, el Aduanero, pero no es erróneo. El pasado 29 de enero falleció en Duitama Ernesto Cárdenas Riaño. Decano de todos los artistas de su municipio, memoria viva del ámbito en el cual vivió y al que quiso como nadie. Tras una vida extensa y plena de experiencias su legado no se va con él. Por el contrario, como le sucede a todo artista digno de ese nombre, su obra subsistirá porque es un poderoso testimonio histórico y cultural, la constancia fulgurante de nuestro paso por este mundo, el retrato de lo que somos.