Atrás las políticas que puedan estar arrastrando los vicios de sus propios vacíos

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Hay orgullos que aparecen como entronizados en el corazón de muchos hombres; en ellos se refleja el prestigio y la gloria. Por eso como orgullos, se niegan a morir. O mejor, los hombres así marcados por una soberbia que los hace aparecer como superiores al común de los mortales, no acatan que algún día tengan que eclipsarse, ya  que su orgullo es más de pueblo o de nación; por ello se resisten a entrar en decadencia, así nuevas generaciones no compartan sus ambiciones y miramientos.

Del poder norteamericano, se dice que ha entrado en crisis; que sus años de esplendor pueden estar contados; que ya no es potencia industrial; que su fortaleza a lo sumo está en una tecnología y en un poder armamentista.

Se dice igualmente que el orgullo norteamericano lo sostienen apenas hombres de edad madura y viejos veteranos de guerras. Los jóvenes entre tanto, parecen negarse a vivir de glorias del pasado y de prestigios que aún mantienen su vigencia. Como quien dice, poco o nada se les da el estado de nostalgia a que estén llegando sus abuelos, lo del orgullo norteamericano. Además, como juventud más parece verse afectada y de raíz por el fenómeno de la drogadicción, lo cual, le hace perder cada vez más la mirada hacia el norte que aún contemplan los hombres robles de una cultura de dominio y de poder.

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Por experiencia histórica se conoce que los grandes imperios del mundo se han caído, no porque otros los hayan derrumbado, sino por estados de descomposición interna; por pérdidas de valores y convicciones; por no estar ya en condiciones de vivir con intensidad la historia; por caer incluso en frivolidades, que es tanto como perder todo espíritu de lucha y superación. Entonces ni siquiera el orgullo de las metas alcanzadas, de las cúspides logradas, alcanzará a funcionar. Así en la decadencia de “los césares”; todo comienza a derrumbase, a irse a pique; sin que nada logre detener el fenómeno de debilitamiento; hasta que finalmente se deja de ser imperio.

En el escenario colombiano asistimos hoy al eclipse de lo que fueron los grandes partidos tradicionales; honra y orgullo de quienes más pudieron agitar sus banderas; cuando aún mantenían su soberbia colectiva; sin admitir que sus propios caminos trazados o convenidos, fueran a verse amenazados por nuevas corrientes de lo político y menos aún por formas de oposición. Por eso desde sus gobiernos, autónomos o compartidos, nunca se acomodaron a un real concepto de democracia; por eso frustraron y hasta extinguieron lo que pudo ser simple fenómeno de populismo.

Hoy, con todo y los grandes gajes del poder que manejan tantos beneficiados de las políticas partidistas, de las estructuras oficiales y no oficiales, no es que se imponga el orgullo y la soberanía de dos colectividades, que así como surgieron en sus propios desafíos, se ven hoy desaparecer en sus propias debilidades: las de una corrupción generalizada y en todos los niveles. El sólo hecho de agarrarse todavía de prebendas, ventajas y oportunidades, como es todavía la condición de muchos, de los que aún le juegan a lo viejo de las políticas tradicionales, es situación deprimente; es estado de descomposición, es decadencia.

Si en política se pierde de vista que el poder es servicio al bien común y no búsqueda de ventajas personales o privilegios, se estará siendo un pobre “diablo” de mentalidad ruin; y no merecerá otra cosa que verse tildado de espécimen nefasto para su propio partido y sobre todo para el nuevo concepto que va tomando la política; aún en tantas organizaciones que hasta han tomado el nombre de partidos, pero sin mayor conciencia de lo social.

Importan hoy nuevas colectividades que han de surgir para acogerse al gran principio de lucha por los débiles; por los que hoy nadie defiende: ni partidos recalcitrantes, ni Estado, ni gobiernos, ni sociedad, ni iglesias.

Pareciera que se hace necesario el surgimiento de lo realmente trasformador: un nuevo pensamiento en el hombre colombiano, para que surja un nuevo concepto de la política.

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