De paso por un local me encuentro: Alegría de leer, (libro tercero) la cartilla que evoca el tiempo de la escuela elemental. Abro y de la última página brota la cascada del recuerdo: “¡Ay!, mi cuaderno/ como lo quiero. /Es el amigo/ más verdadero. /Guarda en sus hojas/toda mi vida; /con él me acuesto /y es mi comida. /Es una madre/que me corrige/y cuando lloro/también se aflige. /Es juez y es padre/ y es mi tutela; /lleva consigo /toda la escuela”.
Al pasar a las primeras páginas “Cual bandadas de palomas que regresan al vergel, ya volvemos a la escuela, anhelantes de saber. Ellas vuelan tras el grano que las ha de sustentar y nosotros, tras la idea, que es el grano intelectual”. Y vienen a mí voces, historias, travesuras, cuentos, la lluvia, el himno al árbol, en el recuerdo borroso de mis compañeros que nunca volví a ver. Y pequeños fragmentos de uno y otro tema, civismo, Cristóbal Colón, Bolívar, Santander, la bandera, urbanidad, la calle, escuela, iglesia, la mesa, higiene. Cuadernos de deberes.
Lo importante de Alegría de leer es la capacitación para participar en la “vida pública”. El mundo como una totalidad de fines y de medios entrelazados en la patria y la religión. Los niños no se dejan al arbitrio de la naturaleza, como diría Rousseau. Más no se puede echar al saco del olvido que la formación es una meta de la escuela, pero no sólo de la escuela, pues ella conlleva a la praxis: …horarios, materias, tareas, reglamentos. La escuela como el tránsito de la familia a la sociedad y de la inserción en la política.
Me detengo en la portada. Los niños con pantalón corto y las niñas con falda alta y plisada. Sin uniformes, con las banderas tricolor y blancas en la que se ha plasmado. “Enseñar deleitando”, y “Escuela activa”. En la contratapa el mapa político y económico. Las convenciones: oro, platino, petróleo, hierro, carbón, café, maderas, bananos, ganadería. A lo que hay que añadir las hierbitas: mariguana y coca. País condenado a la extracción y a ser proveedor de materias primas y, ¡nada de industria! El mapa recortado con tijera, al cual se le ha rebanado Panamá, un trocito para Venezuela y una buena tajada de la Amazonia. Un mapa con la ingenua división política, en el que no se vislumbra la violencia, las divisiones y las guerras que han llevado a estar tan lejos de la felicidad.
Y no hay en la cartilla los cambios que trae la tecnología, como tampoco en la cartilla Baquero o la cartilla Charry. Tan solo el teléfono. No se menciona la radio. Cuando se publicó la cartilla, 1931, no había rastros de la televisión, transistor, casete, microchip, láser… Y hoy el poema se ha transfigurado: “¡Ay!, mi celular/ cómo lo quiero. / Es el amigo/ más verdadero. /Guarda en su memoria/ toda mi guía; /con él me acuesto y es mi comida/ Es como un hada/ que me corrige/ y cuando se me pierde/ cuanto me aflige/. Es juez y norte /y es mi tutela/ lleva consigo/ toda mi vida.