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En una conferencia de 1970, en La Habana, Julio Cortázar, antes de hablar de sus cuentos, señaló con acierto que “ninguna reseña teórica puede sustituir a la obra en sí” . Las líneas que siguen, prescindibles en su totalidad, no tienen esa pretensión, ni mucho menos, y responden solamente al llamado de la amistad.
Luis Antonio Rodríguez P. (Junín, Cundinamarca, 1950), es un escritor colombiano radicado en Boyacá desde hace varias décadas. En la ciudad de Tunja ha ejercido la docencia universitaria y ha desarrollado su tarea como escritor y director de talleres literarios. Su obra publicada la constituyen tres libros de cuento: Un ramo de flores para Rosalía (Premio CEAB, 2009), Los años vividos (Premio CEAB, 2014), y Lo único indispensable era el silencio (Premio CEAB 2017). Incluido en las antologías de cuento Pisadas en la niebla (Los Conjurados, Bogotá, 2010), y Árbol del paraíso / Narradores colombianos contemporáneos (Los Conjurados, Bogotá, 2012).
Su primer libro lo integran diecisiete cuentos, el segundo reúne ocho, y el tercero diez. Es necesario adicionar a lo anterior, cuatro cuentos que hacen parte de las antologías ya citadas, para configurar así una obra cuentística publicada de treinta y nueve relatos, número nada despreciable en un país en donde quienes escriben cuentos no son muchos.
En Boyacá, en particular, los cuentistas escasean. En Antioquia o en el Valle del Cauca, solo por mencionar dos territorios ajenos al altiplano, fácilmente se hace inventario de escritores relevantes para la cuentística nacional como lo son Manuel Mejía Vallejo (Jericó, 1923 – El Retiro, 1998), Tomás González (Medellín, 1950), Andrés Caicedo (Cali, 1951–1977), o Julio César Londoño (Palmira, 1953).
En Boyacá tenemos a Plinio Apuleyo Mendoza (Toca, 1932), con El desertor (1974), volumen de relatos que ha sido reeditado varias veces. Al prolífico poeta y novelista Fernando Soto Aparicio (Socha, 1933 – Bogotá, 2016) quien publicó tres libros de cuento: Solamente la vida (1961), Los viajeros de la eternidad (1995), y Bendita sea tu pureza (1999). Y a R.H. Moreno Durán (Tunja, 1945 – Bogotá, 2005), quien en 1987 obtuvo el Premio Nacional de Cuento y es, quizá, el autor más representativo del género, con cuatro libros publicados: Metropolitanas (1986), Cartas en el asunto (1995), El humor de la melancolía (2001), y La suerte contraria y otros cuentos (2002).
Como puede verse, el panorama no es muy halagador. ¿Las razones? A las editoriales comerciales no les interesa el cuento como negocio, y algunos de los escritores noveles o bien son atacados por la peste de la poesía, ante la cual no tienen defensas, o bien quieren escribir novelas para entrar en los circuitos editoriales. Es aquí, en este contexto, en donde resulta relevante la obra y el nuevo premio de cuento obtenido por Luis Antonio Rodríguez P., un escritor que conoce Los silencios del agua (título de uno de los relatos del presente libro) y que les ha dado forma.
La tarea de propiciar espacios para que surjan nuevos cuentistas en Boyacá, está a cargo de las instituciones oficiales y privadas que, mediante estímulos a la creación, becas, premios, talleres literarios y publicaciones, estimulen esos talentos. El CEAB, durante los últimos lustros, ha venido cumpliendo este propósito premiando y publicando la obra de cuentistas como Guillermo Velásquez Forero, Maribel García Morales, Juan Antonio Malaver y Hernán Fonseca, entre otros. Más recientemente, los portafolios de estímulos para procesos artísticos y culturales, convocados por la Alcaldía Mayor de Tunja, y por las alcaldías de otras ciudades del departamento, han permitido que se publiquen obras como el libro de Iván Parra (Tunja, 1988), Camaleón y otros cuentos vagabundos. Aún así, el panorama sigue siendo brumoso ya que no se vislumbra la consolidación de un nombre que ocupe un puesto de importancia en la literatura nacional. No obstante, es de señalar que el más reciente premio Rómulo Gallegos, el escritor Pablo Montoya Campuzano, inició su carrera en la ciudad de Tunja, siendo su primer galardón literario el premio de cuento que hace unas décadas convocaba la Caja de Compensación Familiar de Boyacá – Comfaboy.
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En la conferencia ya citada, Julio Cortázar alude a los “elementos invariables que dan a un buen cuento su atmósfera peculiar y su calidad de obra de arte”. ¿Cuáles son? Esta pregunta nos acerca, así mismo, a indagar por las condiciones que debe tener un buen cuentista. La respuesta a estos interrogantes quizá pueda encontrarse al responder la pregunta contraria.
¿Por qué un cuento (o un cuentista) es malo?, responde Cortázar:
“No es malo por el tema, porque en literatura no hay temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas”.
La tensión, lección básica para escribir buenos cuentos.
Y eso es lo que encontramos en el libro de Luis Antonio Rodríguez P., desde el inicio. El narrador se refiere a Mi amigo de la montaña (título del primer cuento), un ser que habla, aparece y desaparece, pero que pareciera habitar entre los riscos, o en un espejo de Lewis Carroll. ¿Quién es?, no se sabe con certeza; el equilibrista, el autor, tensa la cuerda y en los subsiguientes relatos va develando los contornos de aquel rostro montaraz (“Mi amigo de la montaña ríe mientras se difumina en la niebla”).
Señala Cortázar:
“…un cuento, en última instancia, se mueve en ese plano del hombre donde la vida y la expresión escrita de esa vida libran una batalla fraternal, si se me permite el término; y el resultado de esa batalla es el cuento mismo, una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia”.
Así las cosas, se entiende entonces que el cuento debe, en últimas, dar cuenta de la condición humana: bien sea desde lo individual, de lo anecdótico, incluso; o bien a través del relato de momentos específicos de la historia, o la sociedad.
Los cuentos de Luis Antonio cumplen con lo anterior, manteniendo siempre una premisa básica del oficio: la voluntad de contar. No sobra subrayar lo que parece obvio, pero que algunos distraídos olvidan: un cuento debe contar algo, ahí radica su esencia como género literario. Y sus cuentos lo hacen.
En Lo único indispensable era el silencio, se recrean algunas aristas de la violencia de los ejércitos que invaden el campo, se devela la deforestación que mata el agua en el seno de los frailejones, se narran los antojos de una burrita, o se sigue el rastro de un camino, una cerca, o un arroyo cristalino. En estos cuentos, el autor retoma lo que ya había hecho con fortuna en sus libros anteriores: narrar lo rural con un lenguaje fresco, contemporáneo, libre de anacronismos. Es como si sus libros fueran recibidos por una misma partera, una como Encarnación, que con ternura se ocupa del “trabajo de traernos al mundo”.
Cortázar define el cuento como un género “hermano misterioso de la poesía en otra dimensión del tiempo literario”. La poesía, una de las tentaciones más comunes para quienes escriben narrativa y, al mismo tiempo, sostienen tratos con el verso. Luis Antonio, confeso poeta, esquiva con habilidad este señuelo y logra que sus cuentos narren historias cargadas de poesía, igual a un colibrí que con precisión extrae el néctar de una flor, mientras que con sus alas poliniza los caminos del aire.
En este libro se perciben ecos de Juan Rulfo (uno de tierra fría) y por momentos no se sabe si quienes hablan en estas páginas están vivos o muertos, o ambas cosas a la vez. Dice uno de los personajes: “Es la muerte la que nos trae aquí, tienes que comprenderlo”. Así, la obra narrativa de Luis Antonio Rodríguez P., da cuenta de la herencia literaria latinoamericana que a todos nos corresponde.
De un cuento a otro se repiten los personajes (sus voces) y los espacios narrativos (Cerrorredondo, Laguna Negra), en un juego de vasos comunicantes que le confiere unidad a la obra, y permite que el lector vislumbre los confines de un universo literario agobiado por la montaña y la niebla, territorio de ficción que habita el libro aun antes de que el narrador tome forma y lo pueda contar.
El escritor que tiene oficio, como Luis Antonio, escribe para los otros, para que lo lean, porque a él y a sus criaturas les resulta claro que “vamos a morir y eso nos atormenta porque lo sabemos, porque morir es quedarnos sin recuerdos y nos duele ingresar en el profundo olvido”.
Leer a un escritor es la única forma de conjurar el olvido. La única manera de mantener su memoria y su nombre presentes. Y esa es la invitación: a sumergirse en los silencios del agua, murmullo atrapado en las páginas que siguen.
Carlos Castillo Quintero
Tunja, diciembre de 2018
[1]CORTÁZAR, Julio. Algunos aspectos del cuento. Revista Casa de las Américas, No. 60, La Habana, julio de 1970. Las citas de Cortázar que en adelante se hagan, corresponden a este mismo texto.