Las actuales generaciones y quién sabe cuántas más, no conocerán todavía esas condiciones de vida, de normalidad, de equilibrio, de armonía, de placidez y por las cuales habrán desaparecido Estados, gobiernos, condiciones sociales o económicas y todo se regirá por un principio de sabiduría, que será como la plenitud alcanzada en el planeta tierra.
Será la era del nuevo hombre y de la nueva sociedad, soñada por los utópicos; unos que hasta emplearon armas en un intento por justificar la defensa de derechos desde el filo de la espada; otros que por el contrario fundamentaron su discurso en unas bienaventuranzas, como indicando que sólo desde las perspectivas del “otro”, como sufriente de la historia, se puede experimentar la satisfacción de vivir.
Mientras se marcha en este proceso de intencionalidad por lo ideal, encontramos que hombres y sistemas se van tomando el atrevimiento de establecer sus propias “firmezas”, como en un acto de cinismo; siempre para sacar avante unas planificaciones, que en nada corresponden a la civilización de lo humano y sí en cambio cierran todo camino que pueda llevar a la esperanza de los pueblos en sus ansiedades de justicia.
Nada más catastrófico para un pueblo que verse manejado desde unas “firmezas” que son más de epulones, que son como la anarquía de unos seres poseídos por toda una obsesión, enfermos por absolutismos, por el ánimo excluyente, inflados por el orgullo; que no es coraje, que nada tiene de desafío y sí mucho de complejo; que no puede llevar a la serenidad colectiva, ya que encierra su propia violencia; que es simple y llanamente el ánimo de estabilidad de unos hombres y de unos sistemas que por no ser lógicos, normales, temen por sí mismos.
Es fundamental que frente a estos abusos de poder, de manejo e influencia, surja el discurso; es decir, el juicio de quienes buscan otro tipo de firmeza: la del plano psicológico, la que necesariamente debe estar cargada de sentido.
No se puede esperar del cínico el descubrimiento lógico del quehacer, así vaya rubricado de progreso y hasta sofisticado; es simple estado de ceguera; entonces de incapacidad para mirarse a sí mismo y descubrir la verdad colectiva de ese “otro”, a quien se ha pretendido desconocer.
Necesitamos ver gobiernos y funcionarios alcanzados por el juicio popular; declarados como tiranos de la historia, ya que han actuado sin los “otros”, fuera de ellos; como si no existieran.
Necesitamos gobiernos que realicen el gran encuentro con lo desconocido y aún con lo que se ha intentado hacer desaparecer a costa de acallar, de opacar el drama de lo humano, el hambre y la sed de justicia.
Gobiernos que descubran a los enfermos, a los presos, a los desplazados, a los sin techo, a los sin empleo; gobiernos que hallen a los que permanecen ocultos, abandonados; siempre para colocarlos en su propio desarrollo.
Gobiernos que en vez de cerrar el paso de las comunidades, al no escucharlas, al no dedicarse a ellas, al no incluirlas en sus espacios deliberativos, tengan la capacidad de conversión, ya que todo tiene un rostro, un nombre y hay que transformar desde el descubrimiento de su propia situación.
Necesitamos no la “firmeza” de los necios para imponer sus arbitrariedades, sus egoísmos y ambiciones, sino la firmeza de los que buscan el sentido de los Estados, de los gobiernos, de las estructuras en general para que encarnen la vida y cese la inmolación humana en aras de unos cínicos, de unos gigantes con pies de barro, de complejos simulados en su propia armadura.