
La autonomía universitaria no es un privilegio de los directivos ni un botín político, sino una garantía para la libertad académica y el pensamiento crítico. Para protegerla, las universidades públicas deben fortalecer sus estatutos, blindar sus procesos de elección de autoridades, garantizar que las consultas sean transparentes y, sobre todo, asegurar que la comunidad universitaria sea la protagonista real del gobierno institucional. La crisis de la Universidad Nacional no es solo una disputa por un cargo, es un espejo de las tensiones entre participación, legalidad y legitimidad en el sistema universitario colombiano y su resolución definitiva exige más que decisiones judiciales, una reconstrucción colectiva de lo que significa, en la práctica, ejercer la autonomía universitaria con rigor democrático.
La controversia en torno a la rectoría de la Universidad Nacional de Colombia -que involucró la aplicación del “método Borda” para designar inicialmente a Ismael Peña, su posterior anulación y la designación de Adolfo Atehortúa, seguida por la sentencia del Consejo de Estado que también anuló esta última elección- se ha convertido en un punto crítico para analizar el estado real del derecho fundamental a la autonomía universitaria. Más allá de los procedimientos, nombres y tensiones políticas, el caso expone una fractura estructural entre el diseño de la autonomía (art. 69 C.P.) y las formas concretas de interpretación y realización en las que los órganos directivos ejercen ese derecho.
La autonomía universitaria, les garantiza a las universidades gobernarse a sí mismas, definir sus estatutos, elegir sus autoridades y construir sus proyectos académicos sin interferencias del poder político o económico. Su finalidad no es corporativa, sino académica, preservar la libertad de pensamiento, diversidad epistemológica y pluralidad interna. Por no ser equivalente a soberanía, su límite es la Constitución, y sus decisiones deben seguir reglas claras y en diálogo con sus estamentos.
En el caso de la Universidad Nacional, la aplicación del “método Borda” como mecanismo de ponderación entre los miembros del Consejo Superior Universitario (CSU) para elegir rector abrió un conflicto porque su uso no había sido previamente reglamentado de manera explícita en los estatutos (cuyo riesgo de manipulación es previsible con candidatos “irrelevantes” que alteren la distribución de los puntos). La autonomía permite escoger los mecanismos de designación, pero estos deben ser estables, previsibles y no ad hoc, con lo cual la elección de Ismael Peña con este método fue percibida por amplios sectores como una distorsión de la voluntad expresada en las consultas internas, lo cual generó la reacción de estudiantes, profesores y trabajadores, llevando al CSU a anular la designación inicial y nombrar a Adolfo Atehortúa, quien había obtenido una votación ampliamente mayoritaria en todas las consultas internas. La decisión, que buscaba corregir una desviación inicial, fue señalada por el sector de oposición a Atehortúa como una vulneración procedimental, alegando que el CSU no podía anular válidamente sus propias decisiones. La corrección derivó hacia el ámbito jurídico por “falta de claridad estatutaria” y la ausencia de un principio de confianza legítima, que crearon el vacío de procedimiento que le abrió la puerta a la intervención del Consejo de Estado, que terminó anulando también esta segunda designación argumentando violación de las reglas formales de elección.
La justicia contenciosa, volvió a reinterpretar la autonomía y tuvo a favor la debilidad institucional creada al ser defendida para tomar decisiones opuestas con premisas iguales. Lo demostrado es que la autonomía universitaria es tan fuerte como la solidez de sus procesos internos y que no basta con invocarla, debe materializarse mediante reglas claras, mecanismos de participación vinculantes, transparencia en la deliberación y decisiones predecibles. Cuando la autonomía se ejerce sin claridad normativa o sin consenso, el camino queda abierto para la judicialización y para que órganos e intereses externos terminen ordenando lo que debió resolverse al interior de la universidad.
La autonomía requiere institucionalidad y no improvisación y el camino que ya emprendió la Universidad Nacional, como institución emblemática del país muestra que la Constituyente universitaria, quizás sea el camino más adecuado para superar las crisis y convocar en esa dirección a todas las universidades públicas a ajustar con celeridad sus rutas éticas, políticas y académicas. Mientras la constituyente avanza y el rector Atehortúa da un paso al costado, lo previsible, es que se nombre un/a rector/a encargado/a que prepare las condiciones para un reiniciar nuevas consultas.












