Verdad y tolerancia ante “los viejos y queridos odios»

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Por | Julián David Mesa Pinto / Abogado Especialista en Gobierno y Gerencia Territorial

Por más de 200 años de vida republicana los colombianos hemos padecido ciclos de violencia que han creado hondas heridas como sociedad y grandes malestares nacionales en nuestra democracia.

«He sido conservador: pero en el puesto que se me ha señalado no puedo actuar como miembro de ninguna parcialidad política.

Nací en Antioquia, pero como presidente de la República no seré más que colombiano.

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Soy católico, pero como jefe civil del Estado no puedo erigirme en pontífice de ningún credo y sólo seré guardián de la libertad de las creencias cualesquiera que sean de todos los colombianos».

La cita anterior corresponde a un fragmento del discurso del presidente de la República de Colombia Carlos E. Restrepo durante su posesión en 1910. Pero su visión política y de país fueron más allá: su programa de gobierno estuvo signado en prevalecer a toda costa, un margen básico de tolerancia que evitara y neutralizara las emociones y apasionamientos que durante décadas venían atizando la hoguera de la confrontación y la guerra, visión política que él mismo denominó de manera impecable, “los viejos y queridos odios”.

Actualmente, como sociedad, lejos de asumir como patrimonio nacional de identidad el legado político del presidente Carlos E. Restrepo, seguimos tristemente, heredando esos “viejos y queridos odios” en el debate de la coyuntura política. Preferimos la vía fácil de la confrontación exacerbada con el contrario, centrándonos, no en un debate sincero y respetuoso de ideas u opiniones, sino en un ataque y descalificación personal, anteponemos el odio y el fanatismo sobre el debate tolerante, argumentativo y racional, nos resulta más difícil e incómodo el camino del diálogo y la negociación democrática con el adversario.

El margen de tolerancia al odio y a la crispación política alimentada con la mentira y desinformación se convierten en el termómetro más preciso para medir el éxito de un gobierno y la legitimidad de la democracia y sus instituciones.

Nuestro panorama político tristemente viene siendo orientado bajo un discurso político alimentado por la mentira, la desinformación, el deseo de venganza y el fanatismo ciego entre los antagonistas. La mentira satisface, resulta el mensaje o “estrategia” más cómodo para calentar el debate y aumentar seguidores y likes en las redes sociales, mientras que la verdad termina siendo más compleja de asimilar, más incomoda y menos rentable en términos políticos para el líder y sus seguidores fanáticos.

La valoración y el análisis de los argumentos o posiciones políticas del contrario son conducidas por los actores políticos y por la misma ciudadanía en la mayoría de situaciones, con más emoción que racionalidad, y así, los hechos o temáticas discutidas desatan insultos y acusaciones reviviendo con más pasión “los viejos y queridos odios».

Urge una reflexión nacional profunda, repensar, no como actores políticos o líderes, sino como seres humanos sobre la necesidad de recuperar la facultad de reconocer al otro, de conocer previamente su situación, su realidad y así lograr entender por qué piensa diferente. No se trata de vetar o acabar con el debate político o con el ejercicio democrático de oposición ni de restringir el derecho a denunciar la corrupción y las conductas constitutivas de delito, se trata de invitar a escalar el debate, no con el apasionamiento o el fanatismo que tan de moda está en los tiempos actuales, sino con la verdad, con racionalidad y tal vez, si se quiere, siendo compasivos con el antagonista para no seguir enquistando en nuestra sociedad “los viejos y queridos odios”.

“Una mentira puede dar la vuelta al mundo mientras la verdad aún se está poniendo los zapatos”.
Mark Twain

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