
Por años, Colombia ha sido terreno fértil para historias que, por su nivel de absurdo, podrían parecer sacadas de una comedia de equivocaciones. Pero en este país, la línea entre la ficción y la realidad es tan delgada que muchas veces termina por esfumarse. Tres casos —una historia real ocurrida en Neiva, en 1961 llevada luego a la ficción— lo demuestran con una claridad inquietante: la película El embajador de la India (dirigida por Mario Ribero en 1986), el controvertido alcalde de Tunja Mikhail Krasnov, y el concejal bogotano Luis Díaz, más conocido como “Lucho”. Aunque sus orígenes y trayectorias son distintas, comparten un patrón común: el uso del poder como espectáculo, la banalización de la política y la peligrosa capacidad que tiene el absurdo para confundir a la ciudadanía y camuflar la corrupción.
La comedia como espejo político
En El embajador de la India, la historia se centra en un provinciano (Jaime Flórez) confundido con un diplomático extranjero que es recibido con honores por el alcalde de Neiva. Este, más interesado en tomarse la foto y mostrar gestión que en verificar quién es realmente su invitado, encarna al burócrata oportunista. El director Mario Ribero construye una crítica aguda a la superficialidad del poder local, la improvisación institucional y al afán de figurar.
Sorprendentemente —o no tanto—, la realidad terminó por parecerse demasiado a la sátira. Mikhail Krasnov, un personaje real que llegó a la política colombiana con un aire extravagante, se convirtió en alcalde de Tunja con una propuesta aparentemente disruptiva. Pero su mandato ha estado marcado por escándalos de contratación, investigaciones de los organismos de control y un estilo de gobernar más centrado en los titulares que en los resultados.
Ambos —el embajador ficticio y Krasnov— comparten el culto a la imagen, el desprecio por las formas institucionales y una peligrosa fascinación por el poder.
Lucho Díaz: de embolador a concejal
“Lucho”, por su parte, representa otra cara del mismo fenómeno. Su historia es, en apariencia, profundamente inspiradora: un embolador de zapatos que, gracias al desencanto ciudadano con los políticos tradicionales conquistó el voto popular, y se convirtió, en concejal de Bogotá en el año 2000. Pero también es una advertencia. Lucho llegó al poder sin un programa claro ni experiencia en lo público. Su figura fue alimentada por los medios de comunicación y convertida en símbolo de “el pueblo que llega al poder”, lo cual terminó opacando el debate crítico sobre sus capacidades reales para ejercer el cargo de elección popular.
Así como el falso embajador engañó a un sistema institucional distraído, y Krasnov —con su narrativa carismática— confundió y luego traicionó a su equipo de trabajo y, por ende, a la ciudadanía que creyó en él, Lucho fue catapultado por una sociedad que premia la narrativa mediática antes que el conocimiento.
Similitudes que inquietan
Pese a las diferencias de contexto —la historia real de un embajador ilegítimo llevada al cine, un alcalde investigado, y un concejal sin experiencia—, los tres casos revelan patrones similares:
- La superficialidad institucional: En los tres escenarios, las instituciones fallan en su deber básico de verificación y control. El alcalde de la película no verificó las credenciales del supuesto embajador; los partidos y los votantes que respaldaron a Lucho no exigieron una preparación mínima; y los entes de control tardaron más de un año en reaccionar ante las presuntas irregularidades en la postulación electoral y las gestiones administrativas de Krasnov.
- La política como espectáculo: Tanto Krasnov como Lucho y el embajador de la película entendieron algo esencial del electorado colombiano: la imagen vende más que las propuestas. En lugar de políticas públicas sólidas, ofrecieron frases pegajosas, gestos populistas y apariciones mediáticas cuidadosamente calculadas.
- Del anonimato al desprestigio de lo público: Cuando se naturaliza que cualquier persona puede llegar al poder sin formación —o que el poder puede ser ejercido como una comedia—, se deteriora la confianza ciudadana en las instituciones. Al final, el chiste deja de ser gracioso y se convierte en una tragedia.
¿Dónde queda la ciudadanía?
La verdadera pregunta es: ¿cómo permitimos que esto pase? En los tres casos, los medios de comunicación y el sistema de control político fallaron. La ciudadanía aceptó como normales situaciones que, en otros contextos, serían escandalosas. Nos reímos con la historia del embajador de la India, votamos por el personaje simpático en la vida real y nos dejamos llevar por el “outsider” extravagante, sin revisar su hoja de vida.
Y esas actitudes tienen consecuencias. En el caso de Krasnov: los escándalos y las contradicciones cuestionables. En el caso de Lucho: aunque no se le atribuyen actos de corrupción, ha sido ampliamente criticado por su escasa preparación y su casi nula participación legislativa. Y en la película —aunque no todo es ficción—, el mensaje es claro: la desinformación, el ego y la soberbia pueden convertir una ciudad en escenario de una tragicomedia de proporciones épicas.
En conclusión
Colombia necesita dejar de romantizar el poder como espectáculo. Si seguimos celebrando al personaje simpático, al improvisado carismático o al burócrata sin sustancia, lo que terminamos normalizando es la mediocridad institucional.
Krasnov, El embajador de la India y Lucho, más que anécdotas, son claras alertas que nos demuestran que, mientras la política siga siendo tratada como comedia, lo que está en juego no es solo la risa… sino el futuro de nuestras ciudades.
Y eso, definitivamente, no tiene nada de gracioso.
No se pierdan este y otros análisis que hacen parte de un libro, próximamente al alcance del público.
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