Por | Manuel Humberto Restrepo Domínguez
Expediente 2008-00003, Duitama. Proceso por detención, desaparición, homicidio agravado y otros. Víctima: Edgar Fabián Cuello. Responsables: Miembros del grupo Delta, Batallón Silva Plazas y Primera Brigada, en número no menor a diez implicados directos entre oficiales y suboficiales en ejercicio. Defensor: Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo. La desaparición forzada se produjo en la navidad de 2007, el asesinato, el 5 de enero de 2008, y por orden judicial el cuerpo fue entregado a sus familiares el 30 de julio del mismo año.
Un chulo lo vendió, un militar lo compró, otros militares lo engañaron, lo desaparecieron y lo asesinaron y, otros oficiales de alto rango, legalizaron el crimen. Unos recibieron dinero, otros ascensos y medallas y las víctimas padecieron la revictimización con falsedades convertidas en verdades irrefutables que salían de los bárbaros que para esa época fungían de respetables señores de la guerra. La ejecución de Fabián es similar a la de miles de asesinados en respuesta a la obsesión de un gobierno basado en el engaño y el terror. La sevicia contra un inocente comenzó en el centro de Bogotá, en el barrio Santafé, conocido por la concentración de actividades ilegales, de las que cualquier taxista o vecino, cuenta la manera como se ofertan, compran y venden armas, drogas, sexo y personas.
Quizá haya sido un vendedor o un consumidor de droga, un mercenario, un paraco, un policía o un parcero con el que compartió la última moña de marihuana, quién lo vendió para ser convertido en trofeo de guerra. Al viaje final le bastaron tres horas por una autopista moderna y de doble carril, con retenes de militares levantando el dedo pulgar en señal de victoria y de policías de carreteras cazando infractores. Nadie tenía por qué saber en qué vehículo iba una encomienda humana, un desaparecido, que después sería la noticia criminal de un terrorista eliminado, un cuerpo en descomposición, sin historia, ni familia, enrollado en plásticos negros tirados como escombros.
No se sabe si los mismos que lo trasladaron lo invitaron a comer, bebieron con él, le hablaron de política o de prostíbulos, hicieron chistes con él, lo drogaron, lo torturaron, lo violaron o simplemente le dieron vueltas y revueltas durante varios días; en todo caso, le dedicaron tiempo, lo desaparecieron y no se sabe si a la fuerza o por voluntad propia se vistió de camuflado, empuñó un revolver que nunca disparó y luego lo mataron a quemarropa; y, sin escrúpulos, en rueda de prensa preparada con el tradicional libreto de fuerza, hablaron del combate contra el peligroso terrorista.
Después de nueve años de ocurrido el hecho criminal, miles de veces repetido en desarrollo de una sistemática política de ejecuciones extrajudiciales por toda la geografía nacional, las audiencias en el juzgado de Duitama, concluyeron con la imputación de los cargos de homicidio agravado y desaparición forzada a cinco militares ejecutores materiales del crimen, siendo el de más alto rango un teniente. Otros cinco militares de mayor graduación que los imputados, se encargaron de los asuntos burocráticos para legalizar el crimen, firmaron las actas y protocolos señalando al terrorista y dieron fe de que el inocente era un miliciano del ELN dado de baja en combate y cerraron el caso.
Al joven seleccionado, una vez ejecutado, lo botaron en el cementerio y por caridad del sepulturero se convirtió en un NN, un cuerpo sin nombre, un nadie, que produjo ganancias en dinero y días libres a los de bajo rango y, medallas, estrellas en sus solapas y aplausos y felicitaciones para los de más alto rango que fueron ascendidos y condecorados por gobernantes y colegas. La mentira fue organizada, pensada y repetida, como parte de guerra y divulgada como verdad absoluta por los mismos astutos involucrados en el crimen (manzanas podridas, como se dice entre militares de los que se descarrilan o son descubiertos). Los medios publicaron lo que les dijeron, repitieron, no dudaron, quizá porqué se hicieron cómplices o por provenir de donde provenía: el Estado, la ley, los batallones.
Los papeles oficiales firmados, aceptados, aprobados, revisados y archivados como caso cerrado, mostraron que una mujer humilde, empleada como lavandera de ropas de las tropas, fue engañada y apareció firmando una jugosa recompensa por varias docenas de millones de pesos, por información del terrorista (inocente asesinado), extraído del barrio Santafé. Ella nunca supo nada, nunca cobró recompensa alguna, solo supo que ella un día le regaló una firma en un papel a un superior del batallón, del que nunca podría haber dudado, menos haberse atrevido a negarle un favor a su patrón.
La madre del joven y su otra hija, habitantes de cualquier barrio popular, al perder contacto con su hijo, se preocuparon y entre casualidades acudieron a un amigo militar de bajo rango que “se olió” el asunto y ayudó a orientar la búsqueda, hasta encontrar el cuerpo del NN en Duitama Boyacá, una ciudad de 120.000 habitantes, ubicada a 150 Km de Bogotá, que parecía ajena a la barbarie y a las miles de ejecuciones extrajudiciales ocurridas con alta intensidad en el régimen de Uribe Vélez, sobre quien pesan denuncias ante la Corte Penal Internacional por delitos de lesa humanidad, ocurridos contra personas pobres, excluidas, marginadas, indefensas, inocentes, débiles, la mayoría jóvenes en estado de vulnerabilidad, que fueron inhumanamente convertidos en falsos positivos.
La esposa del ejecutado, Katherine, que dice las cosas sin retorica adicional, espontanea e inocente de la crueldad política y de las desgracias de la guerra, un día en su trabajo de aseadora en una oficina de banco, le contó su historia a un sindicalista y este la contactó con defensores de víctimas, con quienes empezó a reconstruir la desaparición, paso a paso, indicio a indicio.
En 2008 se radicó el proceso judicial y en 2017, un día antes del 20 de julio, el juez del caso en Duitama, en una muestra de responsabilidad con la verdad de las atrocidades insertas en la historia del país y como una victoria real contra la impunidad, se revelo el rompecabezas del pacto de silencio de las atrocidades cometidas y fueron imputados por cargos por desaparición forzada los cinco militares encargados de la ofensa material del crimen y seguirá la investigación del concierto para delinquir, peculado y pagos por falsas recompensas y por municiones nunca disparadas; y, llamará a responder a los otros cinco militares de más alto rango, como autores intelectuales del falso positivo, a cuya sombra y seguramente sumado a otros, lograron ascensos, subieron sus salarios, ocuparon mejores cargos, mejoraron su reputación y prestigio, se sentaron en la mesa principal de eventos sociales, contaron sus historias en favor de la patria y concentraron mayor poder y relaciones con los poderosos a los que les sirvieron y de quienes fueron sus socios, que buscarán mantener el secreto de otros innumerables delitos y conquistas de sangre alevemente conseguidas en nombre de la democracia.
Los que cometieron estos actos abominables abusaron de su poder como funcionarios del Estado, para engañar y burlar la justicia y obtener beneficios propios. Luz Marina Bernal, la valiente, incorruptible y perseverante madre de uno de los jóvenes inocentes de Soacha, asesinados en Ocaña Santander, a 1.000 Km de Bogotá, y muchas otras mujeres madres humildes, habitantes de los cordones de miseria y abandono, le contaron al mundo a través de la obra de teatro Antígona, de Sófocles, la tragedia de la desaparición, asesinato y sevicia de los falsos positivos y pusieron al descubierto los vejámenes del régimen que pagó con privilegios los favores de unos astutos y falseadores de la verdad y seguidores del plan de ejecuciones alentado con la directiva 29 de 2005 expedida por el ministro de defensa, Juan Camilo Ospina, que ofrecía la suma de 3.815.000 pesos (unos mil dólares) por guerrillero abatido.
Generales, altos mandos, funcionarios y actores políticos se encargaron de satisfacer el deseo del régimen, fielmente sintetizado por el general Mario Montoya cuando dijo que no quería regueros sino ríos de sangre, es decir resultados, de los que hoy se investigan más de 2.400 casos de esta barbarie, que no saciaron del todo el odio y venganza del mismo séquito de ultraderecha enquistado en lugares relevantes del poder del Estado, empeñados en obstaculizar la salida de la caverna de muerte e impedir al costo que sea que la humanidad se entere de la verdad de lo ocurrido.
Las miles de historias de inocentes asesinados por fuera del marco de la guerra siguiendo un consciente plan criminal que involucró a varias unidades, grupos, personas, estrategias y modos de engaño, no son crímenes de guerra, ni tienen protección del derecho de guerra, ni del DIH, ni de la JEP, son a secas, hechos de barbarie, crímenes de lesa humanidad, afrentas contra la dignidad del colectivo humano de las que el Estado, a través de sus agentes y funcionarios, participó de manera directa, indirecta o en connivencia, como parte de una política, cada vez más clara, más evidente, más vergonzosa de eliminación de inocentes para convertirlos en cifras de una falsa victoria militar.