Por |Silvio E. Avendaño C.
Hace un tiempo, al terminar el período escolar llegaba el momento de temperar, para que los niños aprendieran a nadar. El clima de la ¡Ah! tenaz suramericana, no llevaba a otra cosa que al catarro y la interminable gripa. Para partir de la Sabana hacia la tierra caliente, eran necesarias las bestias, las cuales había que dotar con gurupera, cincha, freno, sudadera, jáquima y montura. Los viajes se fueron haciendo populares, dado que antes, quienes viajaban eran los nobles, para curarse en las aguas termales o bien en el afán de cambiar de clima, o de perderse en el hielo de alguna montaña.
Hay viajes legendarios. Uno de ellos es el de Alejandro de Humboldt. Anduvo por España e hizo el periplo por las colonias. La geografía de las plantas fue el resultado por tierras de los Andes americanos, en un paisaje de servidumbre y esclavitud. Hay otro viaje legendario: el de Charles Darwin. En 1831, sale de Inglaterra en el Beagle hacia Sudamérica y a las islas del Pacífico. Los encuentros geológicos, botánicos, zoológicos, la ordenación y sistematización del material, hicieron posible la teoría de la evolución. El origen de las especies se publicó en 1854. La cuestión no quedó ahí, pues se gestó el darwinismo social, lo opuesto a todo socialismo. La sociedad –según el darwinismo social- funciona de tal modo que, de no dejarse libre juego a la competencia, se favorece a los débiles y con ello se debilita la propia sociedad.
El ferrocarril extendió el viaje desde la capital a la costa, pero se destruyó el tren… El recorrido en los vapores por el río Magdalena desapareció…La aviación hizo fácil viajar a la orilla del mar. Entonces, los curas protestaron: ¿cómo era posible que, en tiempos de la pasión del Señor, los fieles corrieran a pelarse y a tomar el sol, en las playas de Santa Marta y Cartagena?
No se puede echar al saco del olvido el afán de los padres de enviar a sus hijos a Europa, con el fin de perfeccionar su educación. De París vino el pecado intelectual, pero también la redención del conocimiento de que eso era pecado. Para José Asunción Silva, la ciudad luz fue la conjunción de saber, gozo y deleite. Según Cortázar, en Rayuela, los jóvenes bohemios de diversos países, en la capital francesa, hacen lo que se imaginan: oír música, discutir, amar, pero también, ayunar.
Hablar de viajes evoca la novela de formación (Bildungroman) de quien busca la verdad de sí mismo. No se trata de cambiar el mundo sino de transformarse, de hallar el sentido de la vida. El viajero no tiene el talante del héroe, es el “errante” que va desde el estrecho mundo provinciano a la formación de la conciencia individual que debe igualarse con el espíritu del tiempo.