Por | Santiago Calderón Navarrete
Cuando hablamos de la reelección de Presidente y de mandatarios locales en Colombia, nos hallamos ante un debate entre aquellos que miran con sospecha esta figura y consideran que fomenta la corrupción y la concentración de poder; y, aquellos que, por otro lado, piensan que la reelección evita que el país esté planteándose un ‘nuevo inicio’ cada cuatro años a través de planes de desarrollo que nunca logran ejecutarse por completo, además de permitir a los ciudadanos reelegir a los gobiernos que consideran han hecho una buena gestión.
Los primeros tienen sobradas razones para desconfiar del concepto. Institucionalmente hablando la reelección no ha sido tomada en serio, recordemos que esta figura fue aprobada por la Corte Constitucional en 2005 con el único propósito de facilitar la reelección inmediata de Álvaro Uribe Vélez, para luego ser injustificadamente prohibida en 2015 durante el gobierno Santos, obviamente después de hacerse reelegir. Si lo trasladamos a la arena política territorial, escuchar a políticos desprestigiados apoyando la reelección de gobernadores y alcaldes nos resulta lo suficientemente sospechoso como para tomárnoslo en serio. Pero hay una razón de mucho más peso para desconfiar de la reelección, y es su relación con la posibilidad de una perpetuación en el poder por parte de una persona o un grupo político en particular. Latinoamérica es un ejemplo clásico de ese fenómeno. Desde la ‘presidencia vitalicia’ propuesta por Simón Bolívar para Bolivia a principios del siglo XIX, el porfiriato mexicano que duró 36 años, pasando por el peronismo, el castrismo, el fujimorismo hasta el desastroso chavismo y el Orteguismo en Nicaragua que ya va para 15 años.
Ante semejante panorama cabe preguntarse si en realidad vale la pena institucionalizar la reelección en Colombia. Y la respuesta es que sí, especialmente porque si lo analizamos desde otro punto de vista, es posible que hayamos estado planteándonos incorrectamente el debate asumiendo que la reelección es la causa del problema. Este es precisamente el argumento del profesor John M. Carey en ‘el debate sobre la reelección en Latinoamérica’. Es muy sencillo, al estudiar las dictaduras latinoamericanas del Siglo XX encuentra una paradoja en el hecho de que aquellos países que las padecieron eran los mismos donde estaba prohibida. Las dictaduras inician de hecho como una violación a las restricciones sobre la reelección. De manera que, no sería la reelección la causa de las dictaduras, sino su falta de implementación jurídica.
¿Qué pasa cuando la reelección no es legal? El clásico de política comparada de Juan Linz ‘Los peligros del presidencialismo’ nos ha enseñado que el presidencialismo de corte latinoamericano es más proclive a la inestabilidad democrática por las consecuencias que se desprenden de la prohibición de la reelección.
Una primera consecuencia es que, al contrario del régimen parlamentario en el que el Primer Ministro es producto de una coalición de partidos que lo obliga a compartir el poder y a tener en cuenta intereses de partidos minoritarios que fueron imprescindibles para su elección, en los regímenes presidencialistas la victoria en las elecciones implica la idea de que ‘quien gana hace lo que quiera’, de manera que la política girará en torno a la imposición de una agenda antes que a la creación de consensos, de lo que por obvias razones se deriva una oposición radical que tratará al máximo de limitar el margen de maniobra del gobierno, independientemente de si existen o no iniciativas loables para la comunidad.
Una segunda consecuencia muy cercana a lo que sucede en nuestros gobiernos tiene que ver, por un lado, con la ansiedad de ejecución de un mandatario que sabe que su gobierno está por terminar y que lo lleva a malgastar el presupuesto acelerando la implementación de políticas innecesarias y a fomentar la corrupción por la compra favores políticos. Y por el otro, el enorme poder que puede tener el gobernante lo lleva a considerar su agenda como imprescindible para el interés nacional y, por ello, no susceptible de oposición. Lo que como ya sabemos, ha llevado generalmente a acudir a medidas de facto para mantenerse en el poder.
Ahora bien, si aterrizamos estos argumentos en nuestro contexto local podemos identificar patrones similares. Por supuesto, no hemos tenido el caso de un gobernador que pretenda quedarse a vivir en el Palacio de la Torre, pero sí es común ver esa ‘ansiedad de ejecución’ que generalmente queda reducida a la búsqueda y aprobación de recursos para financiar gastos de funcionamiento, contratos interadministrativos amañados y demás promesas burocráticas sin llegar nunca a implementar verdaderos objetivos de política.
Para concluir, y analizando el asunto desde la política de nuestro departamento, es posible que podamos en este caso ponernos del lado de algunos gobernantes. Si contamos el año y medio que como mínimo toma el proceso de ajuste y aprobación de los planes de desarrollo, sumándole el tiempo que puede tomar un proceso de contratación desde su etapa precontractual, realmente es difícil que un mandatario logre consolidar su programa de gobierno. Por el contrario, si la reelección fuera aprobada, los gobernantes de turno se comprometerían por implementar objetivos rigurosos dirigidos al desarrollo, concentrándose en hacer una buena gestión para no ser castigados en las urnas. Mientras que nosotros, los ciudadanos, al notar eficiencia en la ejecución, al fin tendremos la sensación de que el país, el departamento o el municipio, se dirige hacia algún lugar concreto, y no a ese eterno ‘volver a empezar’ de cada cuatro años en el que no se le da solución a nada, especialmente a lo más apremiante como el desempleo, la desigualdad y la pobreza.
*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan la postura editorial de EL DIARIO.