
Hoy escribo para amplificar la voz de una madre: Ángela Tristancho. Una mujer que no solo perdió a su hija, sino que ha sido obligada a mendigar justicia durante años, enfrentando un sistema que una y otra vez le ha fallado.
Lo hago porque como madre reconocí lo que significa el miedo cuando vi por primera vez los ojos de mis pequeñas acompañados de su fragilidad, la misma con la que tendrían que enfrentar un mundo que para ellas es más peligroso. Pensar en el dolor de una madre que pierde a su hija es algo que, aunque lo intente, nunca podré dimensionar por completo. Pero sí puedo empatizar, alzar la voz y acompañarla. Antes, ahora y siempre.
Ángela Lucía Sánchez tenía 13 años. Rescataba animalitos, los curaba con ternura, tenía un corazón enorme, como lo describe su mamá. Era una niña inocente e indefensa. Una niña que fue asesinada brutalmente la noche del 25 de junio de 2017. Su feminicidio fue un crimen atroz, lleno de sevicia, cometido en medio de la oscuridad… pero sobre todo de la negligencia institucional.
Desde entonces, su madre no ha parado de gritar, de exigir, de escribir justicia. Pero esa justicia, en este país, además de ciega, ha sido coja, torpe y profundamente indiferente.
La impunidad que duele más que el crimen
En 2017, las investigaciones, respaldadas por pruebas forenses, ADN y testimonios, apuntaron a un nombre: Wílmar Fabián Macías Cubides. El allanamiento a su vivienda permitió recuperar prendas con rastros de sangre de Ángela Lucía. Fue capturado en agosto de ese año y, en 2022, condenado a 33 años de prisión por homicidio agravado.
Parecía el primer paso hacia una verdad reparadora. Pero no. La justicia tenía otras ideas.
Una de las primeras bofetadas para la familia llegó cuando un juez le otorgó casa por cárcel, argumentando que el condenado no representaba un peligro para la sociedad.
Y como si fuera poco, en segunda instancia, tras una apelación de su defensa, Wílmar fue dejado en libertad, bajo el argumento de que “no había pruebas suficientes” para ubicarlo en la escena del crimen.
Absurdo, sí. Doloroso, también. Pero, lamentablemente, cotidiano en un sistema que revictimiza sin pudor, pues a pesar de los argumentos que hoy han dado las autoridades, lo cierto es que una vez más la impunidad ha imperado, indolente al sufrimiento de quienes sobreviven a un feminicidio tan reprochable.
Nunca es hora de callar
Hoy, Ángela Tristancho alza su voz con verdad y con la dignidad de quien ya no tiene nada que temer:
“Manifiesto mi indignación absoluta ante la libertad de su homicida Wilmar Fabián Macías. Estamos ante un caso indignante; ante una decisión que la magistrada tomó, a mi juicio, a las carreras, sin saber el trasfondo de lo sucedido. También me indigna que todo el trabajo investigativo de la Fiscalía, jueces, policías, médicos forenses, psicólogos forenses, investigadores, etc., etc., quede en la basura. Y lo peor: que ante esta libertad del homicida, el Estado deba pagarle indemnización, pasando de victimario a víctima.”
“Ya he soportado la prueba más dura que una madre puede pasar: perder a su hija de esa manera. Que lo demás que me pueda pasar, poco me interesa. Solo quiero que se haga justicia. Que el crimen de mi hija no quede en la impunidad… Vuelvo y digo: Mientras los muertos no sean tus muertos, no entenderás la dimensión de lo que pasa.”
Desde esta columna, desde mi voz y desde la Fundación Sobreviviente, nos solidarizamos con ella. Con su dolor. Con su causa. Porque recordar también es resistir, y replicar es una forma de exigir justicia.
Exigimos que ninguna madre tenga que recorrer los pasillos judiciales mientras el asesino de su hija sonríe desde su casa, con libertad, con impunidad, con burla.
Hoy esta columna es por la pequeña Ángela Lucía.
Por su madre.
Por todas.
Por las que están.
Por las que ya no.
Porque la vergüenza y el silencio deben cambiar de bando. Y porque la justicia debe representarse desde la dignidad, la verdad y la reparación real.