Por: Silvio E. Avendaño C.
Las ofertas de turismo son una tentación. Las compañías de transporte aéreo, marítimas, terrestres brindan los boletos para viajar al paraíso. Alojamiento, vistas maravillosas en el hotel, o apartamentos perfectamente amueblados, o casas rurales con un cielo que se confunde con el campo. Todo al alcance de la tarjeta de crédito.
Y no se puede olvidar el turismo de restauración. Los museos europeos exponen el saqueo que ha afectado a África y a América. Más no sólo hablar de museos, pues no faltan los espectáculos de todo tipo para exposiciones artísticas, variedad de conciertos, turismo académico, presentación de nuevos rockeros. o los que pasaron de moda. La provocación cultural y artística viene con el alojamiento en pensiones, posadas, hostales, con tal comodidad que parece que el turista fuera un minusválido.
Internet rompe la atmósfera provinciana con ofertas de bienestar, descanso, placer, remojo cultural, experiencias al alcance del bolsillo. Ante la realidad, carente de poesía y belleza es necesario el desahogo, con la información, literatura, moda y propaganda. A cambio de la utopía tan esquiva en la cotidianidad se ofrece gastronomía, artesanías, fiestas, aventuras, historia, lagunas, catedrales, templos, capillas, santuarios, teatros, palacios, fauna, flora, rutas, circuitos…
En lugar de la vida deslucida, de la ciudad gris y opaca que no proporciona otra cosa que la monotonía de los días, se yerguen luminosamente, menús recreativos, comida y música. Y los folletos, bellamente ilustrados, invitan a las virtudes de la playa, la nitidez del mar, amaneceres y caídas de sol, paisajes, en los cuales se hace posible la estética del bronceado. Hay que huir de la congestión de la ciudad, del endiablado tráfico, del stress que causa el trato con el amo o el señor con el esclavo o el siervo. Hay que recuperarse, volver al estado ideal. Y de las calles deslucidas e inseguras desaparece la fatiga gracias al alpinismo, los senderos, los paraísos temporales, comarcas que borran el deber, la obligación o el “tener que”.
La industria del turismo crece, se extiende por todo el globo. Existen los viajes al polo, al trópico ardiente, los safaris en África, aventuras en el Amazonas, no sólo para los ricos, “ya que usted puede pagarlo en cómodas cuotas mensuales.” Y, de la misma manera que se construye la infraestructura hotelera, también los pueblos buscan entrar en la ola turística.
Y, ¿qué diablos se va a ofrecer si aquí no hay nada? Y del sombrero de mago sale que en un rincón del municipio hay un charco, que en el villorrio la montaña semeja un hombre sentado, una gruta donde se puede ver la virgen, un fantasma o el gruñido de un monstruo. Y en el pueblo de decrépitos terratenientes esclavistas y hay que limpiar el pasado del sector histórico.
Y en piedras con rasguños los arqueólogos descifran jeroglíficos, mitos, leyendas, costumbres, cultura de pueblos inexistentes. De esta manera, se prende la peste del turismo, en el estatismo de calles inundadas de automóviles y motos donde no prospera agricultura moderna ni tampoco la industria se demanda el guía con postales del avistamiento de aves… “La cascada…” “Por aquí pasó…” para que el paseante llegué con su cámara fotográfica digital e imagine lo exótico, lo paradisíaco, pues hay que dejarse sorprender por las pequeñas atracciones, dado que la realidad de la que se huye evoca el espejismo de lo desconocido.
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