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Michel Foucault afirmó que las palabras poseen una fuerza viva capaz de reflejar los contenidos profundos de una sociedad e influir en ella, en ello se explica parte del poder como control del cuerpo. Desde otras perspectivas, como la de Ferdinand de Saussure, se ha explorado el significado social de las expresiones lingüísticas y su materialidad.
Cuando se emplea de manera constante una retórica violenta, cargada de descalificaciones y acusaciones como ‘nazis’, ‘fascistas’, ‘criminales’, ‘vendidos’ o ‘traidores’, el mensaje subyacente es claro: quien emite estas palabras se autoproclama como el único portador de la razón y la verdad. Este fenómeno se evidencia en el discurso del presidente de Colombia, Gustavo Petro, quien, bajo un tono moralista, se presenta como el representante de la pureza y la voluntad del pueblo. Mientras tanto, aquellos que no comparten su visión —iglesias, gremios, periodistas, magistrados y otros sectores— son estigmatizados y relegados al ostracismo.
Este lenguaje virulento resulta especialmente peligroso en un país como Colombia, que ha sufrido décadas de violencia, estigmatización y señalamientos. En lugar de propiciar transformaciones sociales, este tipo de retórica aviva los conflictos y profundiza las divisiones. En vez de fomentar un debate constructivo y participativo, se promueve una confrontación donde el populismo reemplaza a los mecanismos tradicionales de movilización social, dentro de un esquema de democracia liberal y deliberativa, como sindicatos, organizaciones juveniles y campesinas, etc. los cuales han sido sistemáticamente debilitados en el contexto actual. Paradójicamente, este discurso, que se enarbola en nombre de la democracia, termina por negarla o debilitarla.
Colombia lleva décadas inmersa en un proceso de aculturación neoliberal, cuyo triunfo no ha sido únicamente económico, sino también político y social. El neoliberalismo ha permeado la esencia de la sociedad colombiana, y no comprender esta realidad compleja y frustrada impide la construcción de soluciones viables. Reivindicar los derechos sociales con un lenguaje que exacerba el nativismo y el tribalismo ideológico no solo acerca al presidente Petro a las prácticas que critica, sino que también reproduce los discursos de extrema derecha que descalifican a inmigrantes, feministas, afrodescendientes y personas en condición de pobreza, responsabilizándolos de las crisis económicas.
El populismo extremo, tanto en el lenguaje de Gustavo Petro como en el de la derecha radical colombiana, representa un riesgo significativo para el país. Mientras el gobierno no ha logrado avances concretos en la paz con los grupos armados de origen político -a quienes también estigmatiza y demoniza con su retórica-, la estrategia de descalificaciones violentas cierra las puertas al diálogo con sectores diversos de la sociedad. Al aferrarse a un discurso de confrontación, el gobierno actual está construyendo una narrativa de necro política, es la que se expresa al volver a enarbolar la bandera superada del M-19 como un pasado de violencia. En lugar de consolidar una propuesta esperanzadora y basada en consensos sociales, se fomenta una polarización que dificulta la implementación de reformas estructurales.
En este sentido, la realidad política colombiana se presenta como una gran paradoja. Aquellos que representan a las comunidades marginadas, a la Colombia profunda, periférica que votó por Gustavo Petro, hoy son las primeras víctimas de un proyecto que prometía cambios profundos. La vicepresidenta Francia Márquez, símbolo de las negritudes y de la Colombia olvidada, se ha convertido en su primera víctima del fracaso de este «evangelio de cambios» que inundó el país con promesas de transformación.
Este fenómeno debe ser analizado con urgencia por la sociedad colombiana, ya que es ella la principal víctima de la instrumentalización política. No se está apelando a mecanismos civilizados de discusión, sino a un estilo agresivo y polarizador que fragmenta aún más los tejidos comunitarios, ya de por sí debilitados por el neoliberalismo y la violencia. Es imperativo convocar a la ciudadanía desde la escucha activa, promoviendo un diálogo real y sincero con los distintos sectores sociales, a pesar de las diferencias.
Estas reflexiones pretenden ser un punto de partida para el debate y la discusión de líneas de acción que impidan que la política errática siga instrumentalizando a la sociedad. En este debate no está en juego únicamente el futuro del presidente Petro, quien, al final de su mandato, gozará de una pensión vitalicia. Lo que realmente está en riesgo es la posibilidad de superar las crisis estructurales que han estancado a Colombia y la tienen sumida en la pobreza. No basta con tener buenas intenciones; se requiere inteligencia, honestidad y capacidad de consenso para llevar a cabo las reformas necesarias y la lucha anticorrupción.
Lamentablemente, el gobierno también está presentando un saldo negativo en este aspecto. La renuncia de varios ministros no solo responde al estilo mesiánico y cerrado del presidente para manejar las diferencias, sino también a la persistencia de prácticas y mafias políticas que continúan influyendo en su administración.