Por | Silvio E. Avendaño C.
Al final de la novela el último de los Buendía vive “atormentado por la certidumbre de que era hermano de su mujer”, a quien ama y espera un hijo de ella. Vuelve a la casa, después de buscar su origen en los archivos parroquiales. Intenta descifrar un pergamino escrito por Melquiades. En él está el destino de la estirpe de Aureliano Buendía y Úrsula Iguarán, desde los tiempos en que se dejó de ser colonia española y se formó la república. “…una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitan por un lecho de piedras pulidas blancas y enormes como huevos prehistóricos” es el inicio de Macondo. Pero el remordimiento de conciencia no abandona a José Arcadio y Úrsula pues son familiares y posiblemente los hijos nacerán con cola de cerdo.
La aldea próspera se convierte en un pueblo “con tiendas y talleres de artesanía, y una ruta de comercio permanente…” donde la existencia transcurre en una vida natural, de casas sencillas, pintadas de blanco, donde todos tenían los mismos derechos hasta en la distribución de la luz solar. Pero un día llega el corregidor con soldados para darle identidad a Macondo como parte del Estado nacional. Ordena pintar las casas de azul. Poco tiempo después un cura llega con la religión empeñado en la construcción de una iglesia más grande que la de Roma y, con la mentalidad milagrera. Pronto Macondo queda dividido entre liberales y conservadores. Las casas de tanto pintarlas de azul y de rojo terminaron por adquirir un color indeterminado. La presencia del Estado lleva a las elecciones que transcurrieron sin mayor incidente. El votó libre, aunque el que escruta elige: “había tantas papeletas rojas como azules, pero el sargento sólo dejó diez papeletas rojas y completó la diferencia con azules” De esta manera, el fraude da lugar a las guerras civiles. El coronel Aureliano Buendía participó en treinta y dos levantamientos y todos los perdió. Firmó el Tratado de Neerlandia, luego de la guerra de Los Mil Días, más el compromiso fue violado por el gobierno.
Luego llegará la inversión extranjera. La compañía bananera se establece en Macondo. La lucha entre capital y trabajo lleva a la huelga. El gobierno promete solucionar el problema. Un “teniente leyendo con una bocina de gramófono el decreto número 4 del jefe Civil y Militar de la provincia. Estaba firmado por el general Carlos Cortés Vargas y por su secretario, el mayor Enrique García Isaza, y en tres artículos de ochenta palabras declaraba a los huelguistas cuadrilla de malhechores y facultaba al ejército para matarlos a bala”. Inmediatamente, un capitán, dio cinco minutos a la muchedumbre para retirarse. Pasados cuatro, José Arcadio Segundo, quien nunca había levantado la voz, les gritó: “¡Cabrones, les regalamos el minuto que falta!” Después: “Llovió cuatro años, once meses y dos días.” Macondo se hundió en la decadencia. Y, el lector del pergamino, el último Aureliano, quien soñaba por volver a la grandeza de Macondo, después de que Amaranta Úrsula y su hijo con cola de cerdo murieron, comprende que no tiene sentido volver a la historia: aldea, corregimiento, municipio, dependencia de la religión, identidad política, la fatalidad de la compañía extranjera, masacre… A la sazón, mientras el huracán hace de Macondo un remolino de polvo, lee la historia de la república que termina en neocolonia. Aureliano es lúcido para darse cuenta de que todo sería repetición “desde siempre para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían segunda oportunidad sobre la tierra.”