Siembran miedo y vuelven por votos

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Por | Manuel Humberto Restrepo Domínguez

El miedo ha sido la principal estrategia de campaña política de las ultraderechas desde la guerra fría, con la narrativa del enemigo interno al que hay que eliminar. En Colombia el miedo vino con carros bomba, estatuto de seguridad, exterminio, masacres, desapariciones, secuestros y asesinatos selectivos. La orden del enemigo a exterminar la dan los “determinadores” que reclaman su victoria con votos, para superar su propio miedo que es a perder sus privilegios. La ecuación de fuerza-miedo-negocios. El miedo es una emoción poderosa para moldear percepciones y comportamientos. Los “determinadores” presentan a su adversario como el “enemigo común”, al que acusan de amenazar el orden (de élites) y la economía (de los dueños del capital). Del 2000 al 2010 los determinadores dijeron que sus enemigos eran terroristas que atacaban la seguridad democrática para justificar el horror, militarizar el país y consolidar el apoyo a Uribe. Entre 2010 y 2016 acuñaron el miedo al castrochavismo para debilitar el proceso de paz, después criminalizaron la protesta social acusada de estar infiltrada por otras guerrillas, actualmente siembran miedo inventando caos institucional, crisis económica y violencia (hoy menor que siempre) para impedir la muy segura continuidad del gobierno popular. La ultraderecha es maestra en propaganda sucia, fuerza bruta, injuria, calumnia y rumor.

       Con miedo los “determinadores” afectaron la convivencia, la salud mental y la vida cotidiana del país entero. Trajeron el miedo al S. XXI con la herencia del “exterminio” de la unión patriótica (determinado por los apologistas del genocidio sionista), los asesinatos de candidatos presidenciales populares, decenas de masacres como Ituango, Mapiripán, Santo Domingo, la Operación Genesis, que sirvieron de base para organizar el programa de “refundación de la patria”, orientado a tomarse el estado para “brindar seguridad” y tener el control territorial y de las instituciones locales, regionales y nacionales. Solo bastaba convertir el miedo en votos para ganar las elecciones y eso ocurrió.

       En el camino hacia el control total del país con el modelo del Reich, la connivencia entre estado-clase política tradicional-empresarios-paramilitares, sembró miedo con ejemplarizante barbarie. Por su horror se destaca la Masacre de “el Aro” (1997, Ituango) ejecutada por 150 paramilitares que durante cinco días (octubre 22-27) asesinaron entre 15 y 17 personas, torturaron, quemaron 45 casas, robaron 1.200 reses, saquearon y desplazaron. C. Castaño reconoció su responsabilidad y Mancuso implicó al general Manosalva y al gobernador Álvaro Uribe Vélez, por el uso de un helicóptero oficial de la Gobernación de Antioquia para trasladar paramilitares, mientras esto ocurría el ejército rodeaba el pueblo, impedía la huida de los pobladores y devolvía a los que intentaban escapar. La CIDH condenó al Estado en 2006 y la Corte Suprema en 2018 declaró que la masacre constituye un crimen de lesa humanidad, lo cual permitirá que la justicia independiente llame a AUV y a otros implicados.

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      Con similitud, pero mayor sevicia con empresas cofinanciando y políticos actuando con la mira en la “refundación de la patria”, produjeron la masacre de El Salado que reinstaló el miedo. Del 16 al 21 de febrero de 2000 en Montes de María, las AUC al mando de Rodrigo Tovar Pupo (Jorge 40) y Rodrigo Mercado (Cadena) superaron el límite imaginable con al menos 67 personas torturadas y asesinadas (según El Espectador y más de 100 según la Fiscalía), que la ubica quizá como la más sangrienta en la historia paramilitar útil para sembrar miedo, despojar, recoger votos y “promover la seguridad” como estrategia para llegar a la casa de Nariño y al congreso (se juzgó a 58 congresistas).

     La secuencia fue brutal. Jóvenes que aprendieron las lecciones recibidas sobre la deshumanización del enemigo atacaron con odio demencial a humanos indefensos señalados por los “determinadores” como la “plaga del comunismo” a la que se debía aniquilar. Desmembraron cuerpos vivos, degollaron, violaron, torturaron con motosierras, destornilladores, hachas y palos, asesinaron. Con música a alto volumen “enseñaron el escarnio”, destruyeron viviendas y comercios, dejaron el pueblo desierto, lo borraron. La Fuerza Pública llegó dos días después del fin de los hechos y la impunidad ha demostrado que la doctrina del odio si existe, tiene determinadores responsables en la impunidad y se enseña.

      Con la llegada del siglo XXI el camino de la refundación de la patria quedó allanado. Las masacres del Naya (10-13 abr, 2001); Chengue (17 ene, 2001) y el asesinato de la fiscal del caso, Yolanda Paternina, sirvieron de antesala para instalar en el estado la “seguridad democrática” en cuyo marco ocurrieron los más altos picos de brutalidad y de arremetida paramilitar. Desde palacio el “líder” pidió aplausos para los victimarios atrincherados en las tribunas de la política y de los medios de comunicación, mientras los ejecutores materiales recibían sus recompensas y los grandes empresarios tomaban por su cuenta los recursos del erario y privatizaban todo a su paso. Siguieron decenas de hechos como la operación orión (16-17 oct. 2002) en Medellín que fue el mayor operativo militar urbano del conflicto, con capturas arbitrarias, asesinatos, desapariciones y la escombrera; el asesinato de 10 policías y un civil en Jamundí el 22 de mayo de 2006 por militares del Batallón de Alta Montaña.

     Con la seguridad democrática de AUV, solo en 2022 el secuestro promedió 3.000 casos (8 por día), 28.500 asesinatos (3 por hora), 5.000 desapariciones forzadas (13 por día), 459.406 desplazados forzados (1.260 por día) y una tendencia de 241.000 entre 2003 y 2008. Quedaron de la seguridad democrática 177 masacres para el escarnio y 3.633.840 víctimas. Un secreto sistema de espionaje, falsas judicializaciones y las 6.402 ejecuciones extrajudiciales (falsos positivos) entre 2002 y 2008, con patrones de conteo de cuerpos, incentivos ilegales y encubrimientos. Hoy por sentido común el país conoce quién dio la orden, quiénes son los determinadores y cómo se usa la seguridad para sembrar miedo, hacer negocios y ganar votos. El odio es su motor y garantía de existencia, para que nadie vea, la justicia se nuble y la impunidad florezca. Fuerza-miedo-negocios impulsan la narrativa de campaña con la que los “determinadores” vuelven por votos, pero esta vez es demasiado tarde.

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