“Seúl 88”, las aventuras de un militar colombiano en Corea del Sur

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“Seúl 88”, una novela histórica recreada en la Corea del Sur de finales del siglo XX, tiene como protagonistas a una familia colombiana en medio de la Guerra Fría y de los Juegos Olímpicos de Seúl 1988.

«Seúl 88» es la ópera prima del escritor Felipe González Giraldo (Medellín, 1987), basada en hechos reales y publicada por la editorial Escarabajo.

Felipe González Giraldo / Archivo particular

Luego de combatir en las selvas de Antioquia, Constantino, un militar colombiano, es enviado junto con su familia en misión diplomática a la República de Corea, casi cuarenta años después del retorno del Batallón Colombia, el único ejército latinoamericano en pelear en la Guerra de Corea (1950-1953).

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Con él aparecen Margarita, la esposa, una antropóloga que escribe cuentos relacionados con las facetas más oscuras y luminosas de Corea mientras cría sus hijas Ginebra y Gabriela, y Orlando, el cónsul colombiano en Seúl, quienes se ven inmersos en una época convulsa: intrigas diplomáticas, espionaje internacional, protestas sociales y la amenaza de una guerra nuclear, como recordatorio de aquellos tiempos donde la existencia del mundo dependía del humor de los tiranos.

Familia real que inspiró esta novela histórica. Foto | Archivo particular

Dice el autor: “Mi novela es el resultado de acontecimientos cosidos por Diosidencias. Tras la caótica visita del presidente Virgilio Barco a la República de Corea en septiembre de 1987, en la que casi muere por culpa de una diverticulitis, el gobierno nacional tomó la decisión de designar al primer agregado de defensa de Colombia ante la nación peninsular, luego de 34 años sin una representación oficial. ¿La persona seleccionada? Mi padre, un joven mayor del ejército, casado y con tres hijos. Un plumazo en un documento cambió por completo nuestras vidas”.

Además de escritor, con Magister en Creación Literaria de la Universidad Internacional de Valencia, Felipe González Giraldo es un destacado abogado, con una especialización en Derechos Humanos y Derechos Internacional Humanitario. También es Magíster en Derecho y Magíster en Artes Liberales de la Universidad de Chicago.

Portada del libro

FRAGMENTO

441a REUNIÓN DE LA COMISIÓN MILITAR DE ARMISTICIO

El fragor del combate trascendía el auricular del radio que Constantino posaba con fuerza en su oreja; explosiones de granadas y sonidos de balas rompían la fragilidad gaseosa del viento con intención letal a cientos de kilómetros de donde él se encontraba. Su conciencia sabía que se hallaba de pie, cerca de la mesa de operaciones del Puesto de Mando Avanzado instalado en el costado noroccidental del primer piso de la estación de Policía, cruzando la calle de la catedral del pueblo de Concepción; su cuerpo manifestaba la misma tensión vivida cuando era él quien se encontraba en el monte.

Desde hacía unos meses, Constantino, junto con su estado mayor, se habían trasladado a ese lugar. Desde el instante en que entró en la casona paisa, alrededor de los calores secos de enero, su ojo de ingeniero le había inclinado a apreciar la arquitectura que aún ahora poseía esa cualidad española: un portón de madera verde de doble puerta ornamentado con figuras de trébol; pisos en baldosín con decorados de estructuras geométricas; ventanales de madera con calado en el primer piso; balcones transparentes con chambrana en el segundo; un zaguán estrecho que daba vía a un contraportón. Al pasar este, se iba al patio abierto de superficie adoquinada por el cual se accedía a las escaleras que subían al segundo piso o a las habitaciones, a la cocina, al comedor –que requería la abertura de un cancel de color marrón ya pelado– y al patio trasero en el primer nivel. Los muros blancos, con sus ondulaciones en las paredes, eran de barro cocido o eso había supuesto él en esos atardeceres en los que, bajo la sombra de los aleros exteriores, perdía su vista por largo rato intentando desmontar y construir en su mente esa casa a la cual le hubiera gustado traer a Marian y las niñas. Siempre se decía: “Si las circunstancias de Colombia fueran diferentes…”. Lo sentía sin reproches, solo eran los hechos.

–Franco, Franco –llamó Constantino mientras haló hacia abajo la solapa del camuflado tigrillo.

Con la mano derecha apretó el teléfono; con la izquierda buscó la gorra sobre su cabeza.

Recordó que la había dejado en la habitación donde pernoctaba, en el segundo piso de la residencia. Señaló la Carta de Situación –un mapa topográfico de la región en el cual se graficaban la ubicación del enemigo y las últimas actividades realizados por este; lo mismo en relación con las propias tropas y el movimiento que habían ejecutado– clavado con un chinche en la pared norte del Puesto de Mando Avanzado. Su batallón de contraguerrillas poseía una misión única: perseguir y neutralizar el frente Carlos Alirio Buitrago del Eln. Tiempo atrás había llegado a esa zona de Antioquia para reforzar el Frente Suroccidental.

El cabo primero Díaz de comunicaciones, un moreno gordo, bigotón, calvo para ser tan joven y muy competente, aguardaba sentado en una silla de plástico detrás de Constantino, de frente al mesón desvencijado que soportaba el equipo de radio empotrado en la pared sur. Debajo, un reloj de pared marcaba las 3:00 am. En cuanto su comandante de batallón le diera una orden operaría los canales, modificaría el volumen o estiraría la antena para transmitir la información necesaria a las unidades en el terreno. Constantino notó que el hombre sudaba goterones. Se giró hacia el oriente, vio el resto del despacho –la mesa central, los equipos de combate puestos en una esquina alejados de las ventanas, el armamento y cajas de raciones envueltas en bolsas plásticas o contenidas en latas–, y al personal que cumplía su trabajo –el sargento segundo Moreno que controlaba el Diario de Operaciones y dos soldados–. Un ambiente solitario en donde abundaba la escasez. Por una pequeña fracción de segundo, la neutralidad emocional con la que hacía su trabajo cedió paso al disgusto por la pobreza de recursos y la simpleza que la milicia soportaba en nombre de los demás. El uniformado se convertía en el portador de esos defectos. Terminaban contagiando recintos tan bellos como en el que estaban: una estancia creada para el calor de la familiaridad de los hogares grandes y no para el olor a sal que exudaban las pieles de personas concentradas en hacer la guerra.

–Capitán Franco, actualíceme –insistió.
–¡Mi mayor! –gritó el capitán Franco–. ¡Seguimos avanzando en dirección norte! –Su subalterno respiraba agitado–. ¡Distancia aproximada del enemigo: doscientos metros! ¡Cambi… –silencio–. ¡Eme sesenta! –aulló el capitán Franco–. ¡Dos en punto…! –silencio radial–. ¡Fuego sostenido!

Constantino percibió el movimiento de un bolígrafo sobre un cuaderno. El sargento segundo Moreno volvía a anotar las novedades en el Diario de Operaciones: un libro foliado de color verde, tamaño oficio y cien o doscientas hojas. Desde la noche anterior había comenzado a escribir en aquel papel amarillento y rayado que existía un planeamiento operacional para dar con los bandidos del Eln en los lindes del municipio de Santo Domingo: el segundo pelotón bajo el mando del comandante de la compañía, el capitán Adolfo Franco, había preparado la emboscada y sería el que abriría el combate. El tercer pelotón cubriría la retaguardia y el primero protegería el flanco izquierdo. El flanco derecho lo cubría el tercer pelotón de la compañía Bolívar, detrás del cual se encontraban los demás soldados de esa unidad. El suboficial también debía haber transcrito a las 11:00 pm el posicionamiento de los soldados de la compañía Alemania en la cima y las partes superiores de las faldas laterales de un cerro. Alrededor de la 1:00 am habría firmado con puño y letra que unos hombres del capitán Franco habían capturado a un miliciano. Antes de que dieran las 2:00 am, habría escrito que los jefes del Eln se acababan de acumular en el terreno más bajo con su gente, mientras eran rodeados por las unidades militares. Y, por supuesto, cinco minutos pasadas las 2:35 am, el sargento segundo Moreno movió su mano de forma un tanto frenética sobre el papel para dar cuenta de la comunicación radial de Adolfo, en la que informaba el inicio del combate con el enemigo: “Contacto”, era el término técnico.

Después de otros cinco minutos, el comandante de la compañía Bolívar confirmaba que se enfrentaban a todo un frente guerrillero, cincuenta hombres alzados en armas. El enemigo había caído en la trampa en el fondo de un barranco. Hasta entonces, el sargento segundo Moreno no alzaba la cabeza del Diario de Operaciones.

Constantino giró otra vez en dirección al radio. Aguardó a que Adolfo diera nuevas noticias. No tomó asiento; prefería estar de pie, como si ese sencillo acto le diera firmeza. Por varios minutos el recinto pareció albergar un silencio contradictorio. Se anteponía una sordera a los demás ruidos de la noche, de la calle, de la vida. El cabo primero Díaz abrió la boca, dudó y luego la cerró.

–Cuénteme –dijo Constantino.
–Mi mayor –dijo el hombre de forma dubitativa–. Usted es como ese de la televisión que construye de todo.
Constantino entornó los ojos. El suboficial se aclaró la garganta.
–¿Qué me quiere decir?
–Mi capitán Franco cebó a esos malparidos tal y como usted lo planeó.
Constantino reprimió una sacudida. Descartaba casi de forma automática esos reconocimientos provenientes de sus subalternos. Si eran verdaderos le producían agradecimiento y pesar; esos buenos sentimientos venían cargados con la admiración de quien se siente o ve un mundo al cual jamás va a poder acceder –siendo que para él mismo había otros mundos vetados–. Si eran falsos, le parecían todavía más tristes por esa aparente necesidad de algunos que consideran la zalamería como una herramienta para ganarse favores.

–La preparación significa todo. Pero yo no lo planeé a nivel táctico. Eso lo hicieron los hombres en el terreno a nivel de compañía –dijo.
–La operación salió a pedir de boca.
Constantino negó con la cabeza; dio a entender que no había nada ganado.
–La guerra es impredecible.
–Esas escuadras guerrilleras se acercaron como quisimos –el hombre asintió para sí mismo–. Ni siquiera nos pilló ese guerrillero de civil; por nada daña el plan.
“La suerte es lo que ocurre cuando la preparación coincide con la oportunidad”, Constantino recordó la frase de Séneca sin pronunciarla.

El radio sonó, el cabo primero Díaz contestó y Adolfo dijo:

–Cuando los bandidos se dieron cuenta que se hallaban en una posición de muerte, era ya tarde.
Dos pelotones de la compañía Alemania y uno de la compañía Bolívar habían liberado relámpagos de fuego y granadas de morteros sobre el enemigo que intentó rehacer su camino. Encontraron las lomas copadas por efectivos del Ejército.
–Mi mayor –dijo el capitán Franco un poco más calmado–. Tengo dos heridos en combate. Ninguno de gravedad. Seguimos avanzando. Cambio.
–Perfecto, Franco –dijo Constantino–. Avance con cadencia. No se adelante mucho. Observe sus flancos. Cambio.
–Como ordene, mi mayor.
Suspendieron la comunicación por unos minutos. Constantino llamó a la brigada para solicitar unos apoyos, entre esos, el aéreo. Cincuenta guerrilleros eran una cifra considerable. La respuesta que recibió fue: “No hay helicópteros”. Le ordenó al cabo primero Díaz que contactara a Adolfo.
–Nada que nos llega apoyo aéreo, Franco –indicó Constantino.
–Así es el ejército.
“Así no debería ser”, pensó.
–Aliste a los heridos en una ruta de evacuación –ordenó.
–Recibido, mi mayor –dijo el capitán en medio del estrépito del combate.

Constantino coordinó las operaciones sin sentarse, como si moverse implicara una traición a sus efectivos allá en el campo de combate. Entre él y el cabo primero Díaz intercambiaban la información proveniente de las unidades. El sargento segundo Moreno ampliaba su relato en las hojas del Diario de Operaciones. Plasmaban lo siguiente: por más de una hora las compañías Alemania y Bolívar habían abrumado la línea enemiga. La lluvia de plomo, pólvora y candela, debía de estar dejando un guerrillero muerto y herido tras otro.

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