Réquiem por Johann Gutenberg

Pablo Picasso, Viejo guitarrista, 1903
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Ese objeto maravilloso, propicio para el viaje y la utopía, emparentado con las secretas propiedades de ubicuidad que concede el azogue, temido, odiado y amado hasta el delirio. Cobijo de la palabra humana pero también de la divina (del que Borges afirma que —siendo cíclico— es un Dios). Señal y continente de la cultura, decorado que confiere dignidad, hoja más temible que el acero forjado por Hefesto, rostro y voz que le hace quites a la indiferencia y en ocasiones se rinde ante el rencor. Entidad de culto. Prueba del humano trasegar al que llamamos Libro.

Ese objeto de estética soberbia que primero fue una tira de bambú o madera, un trozo de seda, pergamino, rollo de papiro en el que los discípulos de Platón vendieron o alquilaron la transcripción de los discursos de su maestro. Que después fue un códice que reunió componentes de diversa índole y procedencia pero escrito y miniado en papel, material resistente y económico inventado por los chinos hacia el siglo I d. C. y que erigió al libro como potente rival del olvido, que es uno de los nombres que usa la muerte.

Ese objeto maldito monopolio de los scriptoria —talleres de los amanuenses monásticos, recreados con maestría por Umberto Eco en El nombre de la rosa— en donde en la alta Edad media los clérigos confinaron y manipularon el conocimiento y la verdad; y que hacia el final de la baja Edad media, gracias a la presión de reyes y nobles cultos, adoptó la forma de libro, todavía manuscrito, pero muy similar al que conocemos hoy, generalmente de un solo autor que trata una materia específica, y que se convirtió en la aceitada maquinaria de papel sobre la que nacieron y crecieron las universidades.

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Y es aquí cuando el libro tradicional inicia un vertiginoso viaje de quinientos cincuenta años que van de mediados del siglo XV, con la invención en Occidente de la imprenta de tipos móviles, logro atribuido al orfebre e impresor alemán Johann Gutenberg (1400-1468), hasta el siglo XX en donde la industria editorial alcanza niveles óptimos en materia de producción, diseño, edición, ilustración y comercialización. Así, la publicación de grandes tiradas de libros hizo posible que su precio bajara y se hiciera un producto de consumo popular, convirtiéndose en el principal medio de transmisión de conocimientos, y en la herramienta de sabiduría convocada en la mayoría de actividades, demostrando un poder de permanencia muy superior a otros inventos del hombre.

Pero esta situación tiende a cambiar.

Durante décadas, pero en especial en los últimos cinco años, el mundo ha experimentado una revolución digital con transformaciones que desde la publicación de la Biblia Gutenberg (primer libro impreso con caracteres de metal móviles, del cual entre 1450 y 1456 se publicaron 47 copias) no se tenía noticia, y que pronostican desde la paulatina desaparición del libro tradicional, y la consecuente supremacía del libro en formatos digitales: e-books, e-readers, hipertexto, tableta de lectura, papel electrónico, etc., hasta la introducción de un engendro quimérico que reúna las características más sobresalientes de ambos formatos. Lo anterior equivale —según algunos pesimistas— al final del reinado de la imprenta, y a la ruina gradual e irrefrenable de una era de la Humanidad que duró algo más de 2000 años y que dio forma a la sociedad tal y como la conocemos hoy.

Pero más allá del enfrentamiento entre el formato tradicional vs. el formato digital del libro, lo que aquí se comienza a discutir tiene que ver con cambios radicales en la forma de ver y aprehender el mundo; formas de leer, escribir y crear que determinan el uso del cerebro. Es decir de qué manera se están dando las conexiones neuronales de los Nativos digitales quienes, sin transición alguna, han ido tomando la capitanía de este trasatlántico que a través de una pantalla luminosa se adentra en las apocalípticas aguas del siglo XXI.

Y es que los cerebros humanos están siendo «masivamente remodelados por el uso intenso de la web y los nuevos medios», así lo afirma Michael Merzenich, neurocientífico y profesor emérito de la Universidad de California, quien en los años 70 comprobó que las experiencias vividas por cada persona modifican sus circuitos neuronales (citado por Ricardo Acevedo en “La evidencia que enfrenta al libro tradicional con la lectura digital”, La tercera.com, junio 17 de 2010). Y esta remodelación, desde luego, implica cambios en la forma de leer.

Miremos algunas opiniones sobre el tema. Daniel Cassany, profesor de Análisis del Discurso en la Universidad Pompeu Fabra, dice: “Los hábitos de lectura no son los mismos ahora que hace una década. La globalización, el predominio de las nuevas tecnologías en el llamado Primer Mundo y la proliferación, sobre todo en la red, de textos sin autentificar son algunos de los factores que condicionan la manera de enfrentarse a un escrito” (Tras las líneas, Anagrama 2006). Desde otra óptica, Roger Chartier, director de la Escuela de Altos Estudios de París, refiriéndose a la crisis del libro tradicional, opina: “Nunca en la historia de la humanidad se han producido y vendido tantos libros como ahora, pero que no podemos sentirnos satisfechos con dichas estadísticas. La desaparición del libro es un tema delicado: significaría la desaparición de la lectura y el fin de la definición de la literatura, asociada al objeto, al decir de Kant” (citado por Hernán Díaz en “La muerte del libro”, Revista Semana, 2007).

De otro lado Jorge Franganillo, profesor de información y documentación de la Universidad de Barcelona, luego de señalar que es falso —y nada nuevo— el debate sobre la presunta muerte del libro tradicional, señala que “el libro en papel no está amenazado por la llegada del libro digital porque continúa presentando los contenidos de una manera más eficaz que los medios electrónicos. El libro impreso es un objeto perfecto que ha sido sometido a una depuración de más de cinco siglos, durante los cuales se han afinado sus mecanismos textuales” (Diario UNO, octubre 14 de 2009). Sin estar en desacuerdo, no soy tan optimista.

Como colofón, voy a transmitir —a través de la palabra y confiado en su potestad— una imagen del interior del Depósito Municipal de Libros Escolares de la ciudad de Detroit, fechada en enero de 2008, en la cual se observa un salón derruido, con miles de libros y textos de enseñanza tirados por el suelo, desempastados, míseros, abandonados bajo esas columnas tristes, aves desquiciadas que buscan su alma de papel entre las patas de las mesas arruinadas por la oxidación, desolador aspecto de un edificio fantasma que años atrás sirviera como templo del libro y la lectura. No estuve allí: vi la imagen en la web y me dolió. Entonces comencé a escribir esta Misa de muertos para Johann Gutenberg, quien se inventó una raza de hombres comedores de papel y tinta, bradburyanos seres que en sus mochilas todavía guardan leen acarician huelen subrayan y gozan ese objeto maravilloso al que llamamos Libro.

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