Territorios, apenas con el mote de naciones, vemos hoy que se encuentran explorados, explotados, colonizados. Tremendo si no se cuentan con valores históricos capaces de ser fuerzas sociales de lo reivindicativo.
Casi que una constante en Colombia ha sido soportar gobiernos de grandes vacíos; por lo cual, el país experimenta a esta hora la más grave frustración de su historia; porque resulta irónico que como país, no se vea todavía interpretado desde las políticas oficiales; porque la falta de identidad con los anhelos y exigencias del común de la gente, que ha sido siempre alma y nervio de la nación, ha sido más que una constante de los regímenes gubernamentales en tantos años de vida republicana.
Lo más preocupante que pueda encontrarse en cada gobierno de este país, es el atrevimiento que se ha tenido hasta el momento para persistir en unas políticas del todo contrarias a las perspectivas del pueblo, convirtiéndose así en un simple defensor de intereses del más bárbaro sistema económico que haya sufrido la humanidad y que ha terminado con la originalidad de los pueblos, al imponerles hasta su propio esquema de cultura y educación.
Dentro de este propósito de borrar civilizaciones y culturas que hasta surgieron de la madre tierra, como en el culto de grandeza humana, de plenitud de espíritu, los bárbaros del “haber y del tener”, se han valido de religiones e iglesias, de partidos tradicionales de la política, de estados y gobiernos, de élites intelectuales, de colegios y universidades, de conventos y de templos, de gremios y organizaciones no gubernamentales, en fin, de los más variados resortes de la actividad humana.
Para peor no se ven venir poderes alternos a estas políticas arbitrarias, carentes de humanismo, petrificadas desde su propia barbarie, pasando por encima de los santuarios mismos que por siglos hayan podido sostener tantas comunidades de indígenas, pletóricas de valores, siempre en el rito de la contemplación y resguardo de sus espacios vitales, de sus energías, de su vida.
Es el gran fenómeno de la descuartización humana, en aras de la voracidad y fuego que arroja el infierno de los epulones, la encarnación de las fieras o monstruos apocalípticos, destinados a atragantarse culturas y civilizaciones, como en un festín macabro, cargado de risotadas del diablo.
Nada ni nadie en un continente declarado de indefensos, podrá resistir en forma decisiva a este atropello envolvente y triturador, con tiranos de todas las pelambres, atareados en establecer formas de “democracia”, acudiendo si es del caso a despotismos y anarquías, de sistemas políticos y gubernamentales del todo convenidos; siempre dentro de la intencionalidad de arrancarle a las naciones y los pueblos hasta su propia sangre o aliento de vida.
La constante ha sido única: la imposición de la cultura del “haber y del tener”; determinada cada vez más por unas minorías absolutas que son como las encargadas de asfixiar, hasta que se cumpla la más cruel de las inmolaciones: la de unos territorios con mote de naciones, explorados, explotados, colonizados, rendidos por cansancio.
Así hasta la sociedad de nuestro tiempo, cómplice del no valor histórico, aparece como el gran instrumento de la gran represión que golpea sobre las espaldas de unos pueblos que no aparecen defendidos ni siquiera por quienes dicen estar predicando la justicia y la dignidad a nombre de iglesias y religiones, de partidos políticos y de organizaciones sectoriales y gremiales. Todos implicados, salvo raras excepciones, en la actitud de sometimiento y tolerancia; y por lo tanto cómplices de la corriente apocalíptica de monstruosidades con los débiles.