

Los derechos humanos en tiempos de navidad y fin de año oscilan entre la promesa simbólica y la desigualdad material, son tiempos de paz, reconciliación, familia y solidaridad en el imaginario colectivo, pero las desigualdades estructurales persisten. Se festeja a un lado y se exacerban las brechas sociales en el otro. Se visibiliza con mayor crudeza quiénes pueden ejercer derechos en plenitud y quiénes solo acceden a su dimensión simbólica. Para unos es abundancia, descanso y consumo, para otros precariedad, sobrecarga laboral y exclusión. Millones de personas trabajan más, el 60% de trabajadores son informales en comercio, transporte, seguridad privada, servicios de aseo, economía popular y rebusque, buscando “hacer su temporada” para cubrir parte del año que viene.
El discurso festivo de bienestar supera la realidad. La navidad se sostiene materialmente sobre una fuerza laboral precarizada, que produce riqueza para pocos, pero no representa dignidad para todos. Entre 2022 y 2024, creció el gasto festivo en Colombia, se pasó de 32,8 billones en 2022 a 38,6 billones en 2024, con un gasto medio por persona de 1.2 millones, el aumento fue del 7% y para 2025 se espera un crecimiento del 10%, como reflejo de una macroeconomía sólida, una mejor situación económica general, expansión del poder adquisitivo, reducción de la inflación e impacto de otros indicadores que definen la buena dirección y buen estado de salud de la economía colombiana.
Descanso y tiempo libre, son derechos consagrados que cobran vida en estas fiestas, pero se viven de forma profundamente desigual. No más de la cuarta parte de la población puede disfrutar vacaciones, viajes y reuniones familiares, las mayorías enfrentan la imposibilidad de descansar debido a la informalidad, la necesidad económica o la exclusión del mercado laboral. Para quienes viajan cuya cifra se aproxima al 15% de la población gastan por día 160.000 pesos en el interior del país y 125 dólares en el exterior. Para la mitad de la población constituida por quienes viven en situación de pobreza o en contextos de conflicto y desplazamiento, el fin de año no implica pausa ni alivio, sino una continuidad de la lucha cotidiana por la subsistencia unos y de resistencia otros.
El derecho a la alimentación adecuada, que es otro derecho, es presentada con imágenes de mesas llenas y cenas abundantes que dominan el espacio público y mediático, redimensionado por los grandes medios de des(información), propiedad de los mismos dueños de bancos, corporaciones, empresas de alimentos, de regalos, azucarados, bebidas, que invisibilizan la otra parte que se compone de millones de personas que no logran garantizar una alimentación suficiente ni nutritiva durante estas fechas poniendo en evidencia que el derecho a no padecer hambre sigue siendo frágil, incluso -o especialmente- en los momentos en que se celebra la abundancia, profundizando sentimientos de exclusión, con mayor impacto en migrantes, habitantes de calle, adultos mayores en soledad, niños sin redes familiares, presos y enfermos por fuera del relato hegemónico de la “navidad feliz”, que es también su recordatorio doloroso de la marginalidad. La seguridad personal y colectiva en fiestas aumenta los riesgos de violencia intrafamiliar, accidentes de tránsito y conflictos sociales por incremento de la movilidad, consumo de alcohol y celebraciones masivas, para las que se naturalizó el control policial y punitivo, antes que construir políticas preventivas basadas en derechos, cuidado y responsabilidad social, que evidencian una precaria y limitada comprensión de la seguridad humana.
Navidad y año nuevo son fiestas, alegrías y abundancias, pero también espacios de negación de derechos de los que surgen territorios de resistencia ética y solidaridad social, con redes comunitarias, organizaciones sociales, colectivos juveniles, de mujeres y movimientos de derechos humanos que aprovechan este periodo para visibilizar injusticias, acompañar a poblaciones vulnerables y reivindicar la dignidad humana más allá del consumo, con gestos que expresan una comprensión profunda de los derechos como prácticas vivas, no como concesiones del mercado ni del Estado.
La Navidad interpela a la sociedad sobre el sentido real de los derechos humanos. ¿Son derechos universales que se ejercen todos los días, o han sido “usados” por las élites hegemónicas como privilegios estacionales para quienes pueden pagarlos? ¿Son promesas retóricas que adornan discursos de fin de año, o compromisos estructurales que deben garantizarse incluso -y sobre todo- en tiempos de celebración? Las respuestas revelan el tipo de sociedad que se construye. Vivir los derechos humanos en navidad y fin de año implica reconocer que la fiesta, es fiesta, pero no borra la desigualdad y sí puede desnudarla. La Navidad es un espejo incómodo cuando muestra con claridad quiénes viven con mayor capacidad de realizar derechos como experiencia cotidiana y quiénes apenas los reciben como deseo. Transformar esa brecha exige ir más allá del gesto caritativo y avanzar hacia una cultura propia centrada en el respeto por la vida, con políticas públicas y economías para que la dignidad humana sea una realidad permanente, no una excepción de temporada. Para lograrlo es indispensable tener y hacer memoria para condenar y rechazar social y políticamente y sin la menor vacilación, a quienes espíritu colonial y afirmados en su poder hegemónico persisten en mantener las condiciones de desigualdad, saqueo, corrupción, engaño, guerra, violencias, explotación e ignorancia.
P.D. Los genocidas en palestina esperan al niño Jesús para asesinarlo, ya mataron a 25.000 niños más y los cómplices genocidas de ultraderecha abogan por convertir a América del sur en su propia gaza.
Con aprecio y gratitud, ¡¡felices fiestas!! para quienes han estado cerca a estas columnas de 2025.













