
El veterano periodista boyacense, Gilberto Alvarado, residente en Estados Unidos, leyó un discurso durante la presentación de su libro «El periodista, de verdad, es el Cuarto Poder», el cual tiene la virtud de recordar algo que el oficio nunca debería olvidar: la prensa no es el edificio, ni la empresa, ni la institución. El Cuarto Poder —dijo el autor— es el periodista que dice la verdad. Ese llamado a la responsabilidad individual es noble y oportuno, en tiempos de ruido, algoritmos y militancias disfrazadas. Volver a la ética personal es un acto de resistencia.
Pero en su defensa apasionada del deber ser, el discurso sobre el libro roza una contradicción antigua: exalta al periodista incorruptible y solitario, pero deja en penumbra la complejidad real de buscar la verdad. Porque la verdad no baja del cielo como un decreto moral. Hay que atraerla, provocarla, disputar cada fragmento con fuentes que construyen sus verdades. Y hay que hacerlo con lenguaje, con método, con sensibilidad narrativa, con una intuición que permita que el ciudadano no solo reciba hechos, sino que los comprenda y los haga suyos.
La verdad no es militancia. Es una búsqueda. Y toda búsqueda necesita herramientas diversas, incluso las narrativas, para que lo descubierto llegue a quien de verdad importa: la ciudadanía. Los principios de verificación, independencia y fidelidad a los hechos son indispensables. Nadie los discute. Pero la verdad necesita forma. Si el periodista no encuentra el modo de contarla, la verdad existe… pero no circula. Y un periodista veraz que nadie escucha es, tristemente, un periodista neutralizado. Fracasado.
La separación tajante entre informar y opinar también merece una revisión. La historia del periodismo demuestra que, cuando el poder miente, la interpretación rigurosa se convierte en herramienta de revelación. Emil Zola no denunció el caso Dreyfus con datos secos: escribió J’accuse para perforar la conciencia francesa. Ryszard Kapuściński no solo relató guerras: explicó la lógica del poder para que el lector entendiera su tragedia. John Reed narró la Revolución rusa con la fiebre de quien sabe que está viendo un quiebre histórico.
Ida B. Wells, en Estados Unidos, desmontó el linchamiento racial con datos, pero también con una voz moral inquebrantable. Todos ellos fueron periodistas referentes. Y ninguno fue un notario. Fueron más allá.
El discurso de Gilberto acierta al rescatar la figura ética de Javier Darío Restrepo y al recordar los códigos internacionales que han intentado proteger el derecho ciudadano a la información. Pero el periodismo que cambia el mundo —el que incomoda, revela, sacude— exige algo más que principios: exige coraje y también estética. Exige rigor y también humanidad. Exige técnica y también la sensibilidad para encontrar el tono, la palabra justa, el relato que abra una ventana donde antes solo había un muro.
Por eso el libro de Gilberto y el discurso que lo presenta, iluminan un camino importante. Pero el oficio pide ir más lejos: no solo un periodista fiel a la verdad, sino un periodista capaz de hacerla visible, entendible, inevitable. Porque la democracia no se sostiene con verdades ocultas, ni con datos aislados, ni con héroes solitarios, sino con una comunidad informada, crítica y profundamente consciente del poder que tiene una historia bien contada.
En síntesis, el discurso ilumina el deber ser con firmeza ética, pero todavía podría invitar a mirar las zonas donde el periodismo no solo informa sino revela, incomoda, transforma y emociona. La verdad es búsqueda. Y la búsqueda requiere oficio, valor, rigor, pero también formas narrativas que permitan que la ciudadanía —la verdadera razón de ser del periodista— pueda reconocerla y defenderla. Un Cuarto Poder solo existe cuando la verdad logra llegar, quedarse y generar consecuencias.












