Los hombrecitos del cine

Foto | archivo personal
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Por | Álvaro Neil Franco

Yo era un niño atrapado por los gritos de los fantasmas que apostaban a los gallos de riña, en el Rinconcito Santandereano fundado por mi abuelo materno. Muerto del susto por los cerdos abiertos, colgados de las cerchas de madera, que se preparaban para los desafíos. Por los huesos rumorosos del tío José,  echando espuma y pedazos de luna en una de las bóvedas utilizadas para guardar la noche  y  el recuerdo de los amaneceres  anunciado por el sueño estrellado de los gallos.

Cuando a mi calle llegó el azul nostálgico alimentado por las sombras que viven en la máscara  de Blue Demón. Su rostro donde jugaba a adivinar el bigote de un hombre  moreno que le cantaba  rancheras a los sahuaros, para sacarse las espinas que le habían enterrado en el corazón. No sé cuántas veces me perdí observando sus murciélagos de plata que sobrevolaban mis senderos borrados por las nubes, mis pasos arrastrados por la corriente suave de los clavellinos. Su capa azul que me animaba a lanzarme a la montaña de arena en la que reconocí mi primer y único planeta.  Y en la que sigo contando el paso  de mis días. Y donde me despedí para siempre de mi gato Zakiri.

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Ah, el cine y ese hombre  de la trenza que anunciaba por un parlante las películas con brisa y alma vespertina. Ah, el cine y el hombrecito de la  linterna iluminando colombinas  de coco, mientras desde el balcón llovían chicles y la sala se llenaba con el humo solitario de los personajes olvidados en la penumbra. Ah, el cine y el tigre y el dragón invisibles que mi hijo Dennis Esteban me reclamaba con la imaginación embadurnándole  las manos. Ah, el cine y las pizarras llenando de colores  y muertos las esquinas del pueblo.

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