La vocación de cambio es asunto de revolución de espíritu

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Por | Teófilo de la Roca

La unidad nunca podrá ser objeto de simples teorías o de brillantes intervenciones académicas o de destacados discursos de estadistas.

La unidad no se predica: se vive. O mejor, si se vive la unidad, se estará cumpliendo lo predicado. Viene el gran interrogante: si la unidad, no es el punto de partida, en toda experiencia de fe, siempre en el Cristo, ¿qué de contenidos del Reino de Dios, pueden existir?

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Entendemos que en los primeros tiempos, de creyentes en el Cristo, fueron múltiples las dificultades, para llegar a la unidad, no de criterios o pareceres, sino de identidad con lo planteado y vivido por el Mesías. Porque se trataba de romper con el judaísmo, en lo que había que romper y comenzar a girar en torno al nuevo proyecto de fe y por ende, de vida.

Nada más decisivo para la Iglesia naciente, que llegar a encarnar el gran precepto de unidad. Así fue surgiendo una única mirada y un único sentir. Cierto tipo de «locura» por vivir el Evangelio, hacía exclamar a observadores y expectantes diciendo: “Ved cómo los cristianos, se aman».

Era el gran prodigio de unidad, lo que llevaba a descubrir en los adheridos al Cristo el rompimiento de esquemas existentes, de prejuicios de clases; nada entonces, de actitudes excluyentes, de miramientos subjetivos; el que algo o mucho tenía, se desprendía de su «haber y de su tener»; para que fuera la comunidad misma la que dispusiera, según se necesitara, dentro del gran objetivo de vivir la alegría del compartir, en una mesa donde el pobre se sentía no siervo, sino partícipe de la unidad en Cristo, en el gran regocijo de hijos de Dios.

Cuando en el mundo de nuestro tiempo, encontramos que uno que otro colectivo de Evangelio,  busca retomar experiencias como las vividas por los primeros cristianos, descubrimos que son creyentes de tal claridad y convicción, de tal carisma o espíritu de unidad, que hasta quisieran lanzar su propia voz profética para indicar la incompetencia histórica para acercarse siquiera al término unidad. Consideran que la unidad no puede   ser asunto de sinónimos: que convergencia, que integración, que solidaridad. Que a la unidad no se llega desde el simple concepto de conversación, de concertación, de diálogo.

Será preciso que los hombres se sigan debatiendo en sus diversos lenguajes, tratando de que formas de unidad despejen tantas de sus situaciones de conflicto, que entiendan que la unidad solo puede ser asunto de conversión o de viraje hacia nuevos órdenes de vida; en lo cual, tiene mucho que ver el ánimo sincero y espontáneo por hacer que todo cambie, desde la interioridad del ser humano: para así crear «lo nuevo y lo distinto»: que más que regir la vida individual y colectiva, a partir de una claridad en la justicia.

En todo esto, ha de cobrar vigencia la revolución de espíritu; que es lo que identifica a hombres y estructuras con vocación de cambio. Como quien dice, hay que acogerse a la ley de Evangelio; que es tanto como descubrir el rostro del pobre y desde su situación crear la gran civilización de defensa de la vida: la que ha estado en el pobre, represada, amenazada, suspendida, torturada, en fin, lanzada al túnel de la desesperanza.

Entendemos la unidad como la gran sabiduría del amor, hecho redención humana. La unidad nunca podrá ser objeto de simples teorías o de brillantes intervenciones académicas o de destacados discursos de estadistas. La unidad tampoco va a ser   asunto de exhortación,   de documentos magisteriales de Iglesia,  de repetición de frases bíblicas al estilo de ciertos pastores de lo «evangélico».

La unidad o es compromiso profético desde la situación del desvalido, defendiéndolo, salvándolo de los cínicos, o será lenguaje de vacío, lenguaje cobarde, lenguaje tímido, al no ir en la vehemencia y radicalidad del Cristo, al no ser amor hecho sabiduría.

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