La visión de las élites que les impide aceptar otro modelo de poder                                                                                

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Por | Manuel Humberto Restrepo Domínguez

El estado de derecho en Colombia viene fracturado a causa de la persistencia en mantenerlo con la visión de “derechos propios” y exclusividad para los intereses de clase de las élites, a través de sucesivos gobiernos sostenidos con privilegios; incumplimiento constante de pactos y compromisos en torno a principios fundamentales de organización del estado y garantías a derechos y; el control de instituciones burguesas que gestionan como sus dueños. Con este trípode de “valores de élite”, han cooptado, comprado, sometido y (en ausencia o complicidad) eliminado fuerzas contrarias y afectado los contrapesos de la democracia. En el tiempo de la constitución de 1991, los expresidentes vivos, dirigieron un país que padeció las más atroces masacres, desplazamiento forzado por millones, exilio de centenares de jóvenes, masivo despojo de tierras, exterminio de un partido entero, espionaje, asesinatos selectivos, ejecuciones extrajudiciales, corrupción sistemática e inigualables registros de impunidad superiores al 90%, aunque los medios se encargaron de “mostrar” que todo estaba bien y que el poder en sus manos era la única garantía para la gente y para evitarse obstáculos para ellos.

       El modelo de estado liberal, laico, con separación de poderes, responsable de que todos nacieran y permanecieran libres e iguales en derechos, representado por un presidente, jefe del estado y comandante supremo de las fuerzas militares elegido de manera directa, aprendieron a respetarlo solo para ellos, nunca pensaron posible un “tercero excluido”, que por ninguna razón podría llegar al poder. En esa visión de un mundo solo para ellos, radica su concepción y prácticas que los hace parte de un agrupamiento social, que hoy comparte la indignación por la perdida y la obstinación por impedir la llegada de aquello que desprecian. Los jefes de los partidos tradicionales, basados en que el control del estado era para liberales y conservadores, es amplificada con la rabia en la voz, gesto y soberbia por algunos funcionarios en altos cargos del estado, que enajenados elevan su ego demencial, agreden, acosan, exponen sus mezquindades  y difaman al presidente y a su gobierno, como nadie lo esperaría de un alto funcionario (en países donde esto ha ocurrido, la sociedad, de inmediato los ha conminado a dimitir y los medios a censurarlos). La táctica desesperada de élites, combina lo mediático, memes, posverdades y moralismos, tratando de organizar una fuerza de “resistencia” o “desobediencia” compuesta por sus propios militantes, incipientes ideologías moralizantes y fascistas, para crear conexión con las multitudes, cercadas por la voz unánime (militante) de los grandes medios de comunicación que banalizan las actuaciones del gobierno, alientan la discordia y promocionan el irrespeto, quizá para muchos con la nostalgia (o esperanza) de que ojala en el país ocurriera algo similar a la noche festiva y enloquecida, de hace 90 años, en que los nazis quemaron públicamente miles de libros de autores considerados perversos y nocivos enemigos del espíritu ario y las plazas y universidades se llenaron de nubes de humo que después repitieron en los campos con los autores.     

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        Ante la tensión provocada por las élites que no aceptan que el jefe del estado sea un tercero excluido y no ellos, la constitución tiene que ocupar el centro de toda solución por la rigidez de sus normas y por ser la “norma directiva fundamental”, que llama a todos los poderes públicos y a los individuos a trabajar colectivamente para la realización de la sociedad más justa”, inscrita en el programa de “Colombia potencia mundial de la vida”. Por encima de todo interés particular de las élites, de funcionario o rama del poder alguno, ese es el propósito superior del país y debe acatarse, no es la agenda paralela de las élites. La gran fuente de vida es la “paz total” con derechos para respetarlos y hacerlos respetar y como límite al poder que nadie puede sobrepasar, aunque tenga autonomía, que no puede superar a la soberanía, que reside en el pueblo (art 3 C.N) de quien emana el poder público que integrado, constituye el estado del que el presidente es su máxima autoridad.       

     La Constitución del 91 en democracia, impone funcionarios y servidores públicos de cualquier nivel y rama, un ejercicio prudente y responsable de su función, sin extralimitación, extravagancia, irrespeto, enajenación, menosprecio, persecución, intimidación (cosa muy distinta es la crítica argumentada o la oposición establecida). No es sensato, ni razonable, que un alto funcionario del estado, sea al mismo tiempo “oposición política”, o tenga una conducta de “combatiente” en celo contra el presidente y el gobierno, como ocurre con la arrogancia, cinismo, inmoralidad, ilegitimidad y posibles prácticas “ilegales” por parte de quienes contravienen el mandato de que ningún funcionario, menos, de alto nivel del estado, puede ejercer su poder para hacer proselitismo, oposición política o usar la amenaza e intimidación como señal de autoridad y resulta éticamente condenable la sistemática táctica de irrespetos con sevicia y alevosía contra el jefe del estado y el gobierno.

     La condición de “tercero excluido” como jefe del estado, que España se reserva para el rey, genera la resistencia de las élites, no en el ámbito del derecho de resistencia, si no del “estratégico saboteo” para impedir la gobernabilidad y las reformas agendadas, que las élites consideran agravios a sus privilegios y “derechos de clase” exclusivos para ellos. La resistencia que hacen carece de bases sociales asociadas por derechos y libertades, y su temor no es por lo que ocurra con el país, si no por el futuro de sus negocios, el pasado de sus actuaciones que contaminaron la vida democrática y que la verdad está poniendo a flote y su presente sin control absoluto. Como sea la tensión convoca a dar un salto cualitativo en la conciencia de la clase popular.

     Para todo el país la constitución es la que dicta las reglas a acatar, respetar y hacer respetar y su mandato empieza por señalar que el presidente de la Republica simboliza la unidad de la nación (art 188, C.N), es el jefe del estado y la suprema autoridad administrativa (art 115 y 189 C.N) de todos los funcionarios, servidores y autoridades de cualquier poder del estado, lo que no afecta la independencia, ni permite confundir autonomía con soberanía. En Colombia son servidores públicos los miembros de las corporaciones públicas, los empleados y trabajadores del estado (art 123 C.N), su salario depende del erario, el jefe supremo es el Presidente de la República y sin excepción para para todos (altos, medios o inferiores) está prohibido tomar parte en las actividades de los partidos y movimientos, intervenir en las controversias políticas o utilizar el empleo para presionar a los ciudadanos a respaldar una causa o campaña política, menos aún ejercer oposición política y poner en riesgo la unidad de la nación con falsedades, desafueros e irrespetos, que seguramente interpretados por la investidura del cargo y posición podrían entrar en la esfera del delito de traición a la patria. Al presidente como primera autoridad le corresponde nombrar y separar libremente a sus ministros, agentes diplomáticos y consulares, dirigir la fuerza pública (fuerzas militares y policía nacional) y disponer de ella como comandante supremo, ejercer inspección y vigilancia sobre personas que realicen actividades financieras y sociedades mercantiles, y tiene la potestad para promulgar leyes, conceder indultos por delitos políticos (art 201, C.N) y convenir y ratificar tratados de paz (art 189, C.N), solicitar al fiscal general de la nación información sobre investigaciones que se adelanten y sean necesarias para la preservación del orden público (art 251 C.N) y en razón a su condición de jefe del estado comunicarse y convocar a su pueblo cuando lo disponga.

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