Por | Manuel Humberto Restrepo Domínguez
La esperanza, que el papa Francisco pidió no dejarse robar, parece estar en manos de esa generación de jóvenes, internautas, millennials, estudiantes y espectadores de un futuro incierto, muchos de ellos hijos de viudas del conflicto, huérfanos de padres asesinados y familias en destierro, que difícilmente van a ser convencidos de irse de las calles con leyes que prohíben o tanquetas que disparan.
Que la muerte de Dylan Cruz no quede en el olvido, que pare el asesinato de líderes, defensores, excombatientes y gentes comunes que movilizadas reclaman garantías a sus derechos pactados entre Sociedad y el Estado. Que el horror no caiga en el reino de la impunidad y los partidos cesen su afán de controlar la vida del mismo pueblo ultrajado y que el planeta no sea destruido. Que la riqueza no sirva de excusa para vivir en la miseria. Es lo que anuncian otros actores, que ya no son los mismos de la sociedad industrial, ni encarnan las disputas liberal-conservadora, ni capitalismo-socialismo. Son en esencia una generación de jóvenes, de la que la anterior que bordea y supera el medio siglo, espera entre las nostalgias de la revolución que no fue y las marcas de la guerra vivida, que los cambios se aceleren.
La esperanza, que el papa Francisco pidió no dejarse robar, parece estar en manos de esa generación de jóvenes, internautas, milenians, estudiantes y espectadores de un futuro incierto, muchos de ellos hijos de viudas del conflicto, huérfanos de padres asesinados y familias en destierro, que difícilmente van a ser convencidos de irse de las calles con leyes que prohíben o tanquetas que disparan. Hay una apuesta de cambio en la generación nacida en el siglo XXI o después del muro de Berlín, que desde hace una década está escribiendo la historia de este tiempo, de otra manera. En pocos minutos convoca una asamblea, un mitin, un plantón, como lo hacen las mujeres del “si el estado no me cuida, que me cuiden mis amigas”, porque se mueve en un mundo conectado en línea. Les afecta el planeta, la crueldad contra humanos y no humanos, mezclan feminismos y ecologismos con agendas sociales, económicas, obreras, afro y campesinas.
Se movilizan con cánticos, abrazos y besos, y buscan garantías a derechos en retroceso, que seguramente no podrán disfrutar, como la jubilación. En el fondo, apelan por la defensa de derechos universales y marcan una ruptura con la idea del poder hegemónico y los caducos valores de la sociedad tradicional, aferrados a la disciplina, los jefes, la obediencia, la resignación y otras formas de relación humana. Fomentan la salida de males políticos como la corrupción, el clientelismo y la arrogancia de poder de las elites.
Desde las grandes movilizaciones de los años 60, los jóvenes no aparecían con tanta contundencia, como ahora, para cuestionar la acumulación desmedida de capital que está en el centro de todas las desgracias, mientras para pocos es la fuente de todos sus placeres. Dueños y banqueros desde hace doscientos años, que siempre salen avantes de todas las crisis, empiezan a preocuparse porque los análisis conducen a cuestionar el modelo, el sistema, cuya fortaleza empezó cuando para garantizarle empréstitos al gobierno le pidieron una constitución y el gobierno cedió; y, luego, pidieron garantías jurídicas para “saquear legalmente” las riquezas y las obtuvieron y después el control de las rentas y de la democracia repitiendo elecciones, pero hoy están preocupados.
Las masas que hace doscientos años se propusieron cambiar el rumbo de sus sociedades y se hicieron responsables de su destino, son parte de la memoria de los nuevos movimientos en las calles, que entienden que la tarea inmensa que tienen “no puede cumplirse esta vez mediante una revolución, ya que todas las revoluciones destruyen las reivindicaciones sociales a favor de una lógica implacable, inscrita en las cosas, en el funcionamiento del capitalismo o en el poder de las armas” (Touraine). Los jóvenes, se movilizan sin acudir a los esquemas de organización vertical propios de sindicatos y partidos; sus fórmulas son más horizontales, también para impedir que se construya un nuevo poder tan autoritario como el vigente. Reclaman el apoyo generalizado para seguir haciendo movilizaciones y esperan sentarse en los espacios de construcción democrática y de conversaciones y concertación, en calidad de líderes y protagonistas de este capítulo de la historia, que combina saberes y experiencias y llama a que las cabezas pensantes del país se liguen al cuerpo del pueblo para no dejar escapar el momento de transformación acelerada de lo que hace tiempo no cambia.
P.D. El gobierno está tratando equívocamente a los actores sociales como a actores morales que vienen a disputarle privilegios, y en ese trance comete errores tan graves como pretender hacer creer que el Estado puede matar si cumple protocolos. No existe norma, ni regla, ni en el DIH, ni la legislación nacional, que le conceda derechos al Estado y menos aún el derecho a matar, sea con armas y balas convencionales o aplicando protocolos. Matar con armas del Estado no es una simple falta personal, contravención o violación de una ley. Matar es un crimen y el que mata es un asesino. En el caso de Dylan se nota que hubo intención de destruir con un método ilegítimo, se produjo pánico, miedo y terror en el cuerpo social movilizado, y se empujó a las masas hacia un comportamiento colectivo violento. El estado ha usado un discurso justificante, en clara muestra de que detrás del autor, que adelantó un proceso de aprendizaje para salir a controlar las calles, hay instigadores, cómplices y encubridores.