Por: Manuel Humberto Restrepo Domínguez
2018 le deja a la corta historia del naciente siglo XXI una sólida movilización en defensa de la universidad pública y de la educación como derecho fundamental y bien común.
A la vanguardia, estudiantes de todas partes del país más diverso de américa, en el que paradójicamente el gobierno se niega a reconocer a los indígenas (más de 100 pueblos) atacados y asesinados a diario o víctimas del exterminio (nasa, nukak makuk); invalida como sujetos de derechos universales a los campesinos (10 millones), contrariando una decisión de Naciones Unidas (ONU, oct 2/2018); o, invisibilizando a raizales, afros y palenqueros.
Los estudiantes tienen origen en todos esos lugares, son diversos, viven en barrios marginales, pequeños poblados, ciudades, campos; son indios, blancos, negros, campesinos, proceden en general de sectores populares, de familias humildes; son hijos y hermanos nacidos en la clase por fuera del poder. Eso los ha convertido rápidamente en una esperanza, ya no solo para reivindicar lo que corresponde a las universidades, si no para jalonar otras transformaciones aplazadas. Son garantía por ser una voz más plural, son tratados como sujetos políticos y lograron sacudirse del estigma de vinculación con las insurgencias, usado para invalidar su identidad propia.
Los estudiantes mostraron que tienen agenda propia, pero también voluntad para tejer la unidad con otras agendas, con causa común, en entender que la violación más grande a los derechos humanos es impedirle a un pueblo realizar su dignidad o negarle su educación. Saben que su lucha es real, pero de corto tiempo para no dejar ir su juventud en rebeldía.
Del paro nacional aprendieron que el gobierno es débil cuando discute, porque no sabe hacerlo y comunicativamente su palabra es cerrada, nada sincera en lo que dice y portadora de medias verdades para provocar confusión. No necesitaron grandes estrategias para revelar la realidad oculta de crisis de las universidades; les bastó descorrer el velo de tapadera forjado con cifras maquilladas, indicadores y ventas de todo tipo, para poner al descubierto las goteras y fisuras en los edificios, las carencias para hacer la ciencia, el faltante del 70% de profesorado, cubierto con contratos precarizados y el elevado costo de matrículas que elimina oportunidades.
Los estudiantes le enseñaron al país que el nicho del éxito privado se nutre con el fracaso de lo público, y que la causa no era de calidad medida en sumas, si no de indiferencia de la clase en el poder para desalentar a los jóvenes y vender la idea de que así son las cosas y no se pueden cambiar.
Los jóvenes que edifican la universidad pública, dejan múltiples resignificaciones. Políticamente recuperaron su identidad como actor autónomo, capaz de confrontar civilmente al gobierno que no sabe dialogar sino imponer y lo desafiaron con 60 días de paro nacional, tomas de edificios universitarios, bloqueo de actividades de aula y resistencia a los desmedidos embates policiales. Organizativamente, fueron de abajo hacia arriba: las asambleas locales deciden y la comisión de representación nacional negocia.
La lucha se focalizó en la desfinanciación como eje principal y de ella se desprenden pliegos locales en un modo de acción y relación horizontal de la periferia al centro (su último encuentro preparatorio fue en Florencia, Caquetá, a 500 km de la capital). Éticamente, en la práctica, cultivaron virtudes de solidaridad, amistad, compromiso intra e intergeneracional, defensa de derechos, construcción del dialogo y de una conducta emocional colectiva que recuperó su lugar como parte de las virtudes intelectuales.
Los estudiantes crearon confianza y supieron hablar de justicia y resaltar que la desigualdad incuba todos los males del país y pusieron en evidencia que los gobernantes no son garantía para promover su abolición, si no agentes comprometidos con sostenerla y que por eso les importa más la guerra que la educación, y no les causa pudor saber que un militar cuesta más y aporta menos que un profesor doctor; o, un soldado cuesta más que un estudiante, o la cacería a un objetivo de alto valor vale mucho más que todas las prácticas académicas de una universidad entera.
La solvencia ética y sinceridad de los estudiantes les permitió ser portadores de una carga de motivación que cambió la percepción negativa del paro y la protesta, y los validó como herramientas para evitar la extinción, tanto de la universidad pública como institución autónoma (no dependiente de las orientaciones del gobierno) como del derecho mismo a la educación para la clase social excluida, que compone esa diversidad ocultada y olvidada en los territorios.
El cambio de percepción podrá permitirles a los estudiantes, si así lo agendan, cobrar políticamente su victoria y hacer girar la movilización hacia una lucha frontal contra el injusto sistema de poder, que con sus anuncios de alzas, impuestos, exoneraciones y desgobierno total, le echa más leña al fuego en su contra.
En manos de los estudiantes puede estar la salida hacia una gran transformación (aunque no haya conciencia plena de lo que está ocurriendo). En todo caso tendrán que hacer alianzas y unidad con los demás sectores y movimientos sociales que, de facto, están listos para entrar en desobediencia civil ante el acumulado de desaciertos, engaños, reglas injustas y autoritarismo del Estado y que fácilmente puede traducirse en una poderosa resistencia civil, contra la injusticia y falta de gobernabilidad, y atacar directamente las técnicas de reproducción política hegemónica.
Los estudiantes trasmitieron lo que había que decir y promovieron la universidad pública, no de espaldas si no comprometida con la sociedad, y dejaron construido el escenario, definidos los conceptos, ganada la experiencia, superado el déficit de credibilidad respecto a que es posible ganar cuando se lucha y de que nada es invencible.
Solo parece faltar por definir el momento decisivo para empezar a confrontar civilmente y a fondo al poder, con la fuerza de la razón y con la rebeldía del estudiante que contagia la pradera, como ocurrió hace 100 años. Tienen legitimidad para convocar a dar un salto de poder que en todo caso no será al vació.