La opinión de un imbécil

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Por | Guillermo Velásquez Forero / Púlpito del diablo

Guillermo Velázquez

“Es la invasión de los imbéciles”, sentenció Umberto Eco, refiriéndose a las mal llamadas redes sociales, que le dieron estatus de inteligentes a los necios, de leídos a los analfabetos y de pensadores a los que tienen la cabeza hueca e inservible. Eco advierte que esas redes, donde predomina el chisme, el chiste, las creencias, la vulgaridad, la tontería y el exhibicionismo, le dieron el derecho de hablar en público a legiones de idiotas, que antes sólo podían difundir su cháchara de borrachos entre sus contertulios, y que, por su intrascendencia, no podían hacerle daño a la cultura, la ciencia y la sociedad, pero que ahora tienen el mismo derecho a hablar, que un premio nobel. Y concluye, afirmando que el peor atentado que internet está cometiendo contra la inteligencia es promover al tonto del pueblo como “el portador de la verdad”.

Pero la invasión de imbéciles, las legiones de idiotas y el tonto del pueblo elevado a la categoría de sabio, que Eco menciona como la gran calamidad del auge de la tecnología de la información y la comunicación, no es lo más grave y peligroso. Hay algo peor: que internet está utilizando a esos imbéciles, idiotas y tontos del pueblo, no sólo para venderlos como rebaños de animales domésticos, sino para convertirlos en jueces y censores de la nueva Inquisición, que tienen el poder de censurar, vetar y mandar a la hoguera del silencio y la exclusión a intelectuales, artistas, escritores, periodistas editoriales, académicos, pensadores, científicos, etc.

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Al periodista editorial, autor de esta columna, le aplicaron ese Auto de fe. Fue censurado, vetado y silenciado, prohibiéndole compartir en la red uno de sus artículos publicados en el periódico El Diario, porque un presunto e insignificante lector, distinguido como analfbeta, ignorante e imbécil, había dado su opinión, en la cual confesaba haberse sentido ofendido por el contenido del texto, que quizás intentó leer y no pudo entender. Hay que recordarles a los lectores que, por mandato constitucional, gozamos de libertad de expresión, y la censura no existe (Constitución Política de Colombia 1991, Capítulo I, Artículo 20); que quienes escribimos no lo hacemos para ofender ni para complacer a nadie; y que sus opiniones no tienen sentido ni valor alguno, porque la opinión, según Cioran, es un disparate dicho por un demente.

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