Por | Manuel Humberto Restrepo Domínguez
Colombia es gobernada según la lógica de existencia política para élites y carencias y precariedad social para el pueblo, dos realidades en un mismo territorio, las dos empujadas a mantenerse separadas gracias al odio resultante de la combinación de la espada y la cruz y viejos dogmas medievales con nuevas fórmulas de explotación, saqueo y negación de derechos conquistados.
Adentro de cada realidad hay fragmentos de la otra. El país político decide y manda sobre el otro, aunque en el lugar de la política, no este la política si no sus desviaciones de autoritarismo, clientelismo y corrupción. Allí el sentido colectivo fue relegado a caudillos que se encargan de mantener a la otra realidad siempre en el borde de la desdicha, que usan para sacar una franja de pueblo y educarla para satisfacer sus deseos y aplaudir sus desmanes aunque sea a costa de su propio suicidio. La otra realidad marginada, negada, se sostiene con solidaridad y resistencia, aunque parece condenada a la lucha permanente por sus derechos y reivindicaciones más simples y más humanas,
Cada vez que estas realidades se acercan a cerrar sus brechas, queriendo repetir el pacto social entre la burguesía y los humanos libres y sin amos de hace doscientos años, una misma minoría que aprendió a mutar arremete para envilecer lo pactado e imponer sus modos de acción. Esa minoría acostumbró al país entero a vivir en guerra y a rechazar la paz, según el insuperable récord de 14 guerras civiles locales, 8 guerras civiles nacionales, 2 guerras contra Ecuador, 3 golpes de estado, una docena de amnistías casi todas traicionadas, armisticios y otros pactos, todo ello en una república y en democracia. La técnica ha sido dividir para impedir que la verdad se sepa, que los responsables sean llevados a juicio y que el pacto de paz conduzca a una segunda independencia con derechos, reconocimiento de igualdades y existencia política y social completa.
El odio ha sido el instrumento de esta minoría para defender su moral y sus ansias de muerte, y para bloquear la existencia política del país social e impedir la realización de la vida con dignidad. En esta realidad tratada como subsidiaria y subalterna, a los jóvenes se le enseña que el principal valor es el desprecio por el ser humano que no encaje en la imagen de las élites y como principio la valentía (ser verracos) para ganar la guerra contra su propio hermano señalado de enemigo. A los viejos se les enseña el silencio y la venganza es invocada en nombre de defender la patria, las instituciones o la democracia que oculta la agenda del capital que produce injusticia y desigualdad.
En 1957, la realidad de las élites convocó a los desterrados a regresar y votar para asegurar mediante plebiscito su propio pacto de paz interno -entre élites nunca antagónicas, ni enemigas- entre cruzados defensores de la tierra, la familia y la propiedad, con defensores del capital que producían las industrias. Las dos partes de una misma élite, nunca vieron correr la sangre de los suyos en la contienda fratricida y por eso renovaron sin dilación la continuidad de la guerra, llamándola hacia adelante contrainsurgente y así impedir la existencia política del país que padece la tragedia humana.
Los protagonistas del país político de entonces alentaron el Si, y hoy parecen reencarnados para alentar el No en el plebiscito de 2016, que ya no era para un pacto de élites. En 1957 las élites refundaron la segunda república -como dieron en llamarla-. Firmaron el pacto sus caudillos Alberto Lleras Camargo[1], primer presidente del pacto, apodado ‘el Monarca’, que parece repetirse en su nieto, el actual vicepresidente Vargas Lleras, quien se acomoda en el carril hacia el palacio de gobierno y –quien actuando como funcionario-candidato- sigue la ruta de su destino de privilegios ya trazado entregando casas gratis y autopistas, sin contar que es dinero publico, impuestos de la Colombia social y no producto de su propio trabajo. El nieto del monarca es consecuente para atravesarse al fin de la guerra, dice que apoya el acuerdo logrado en La Habana entre su gobierno y la representación de la Colombia alzada en armas, pero disiente, a pesar de ser el número dos del gobierno toma distancia y manifiesta que tiene reparos en el tema de justicia, que es precisamente el que resuelve la posibilidad real de dejar la guerra y alcanzar la existencia política de los excluidos y de los antiguos armados que competirán por el poder; asimismo coherente con su No al fin de la guerra, reduce al mínimo el Si dado por la comunidad Internacional y la academia al referirse al nobel de paz como un premio personal merecido por el presidente y su familia, eliminando el sentido del proceso de paz y evitando aludir al contexto y significado del pacto y de las victimas, como fin de la guerra.
El otro firmante de 1957 fue Laureano Gómez, quien parece reencarnado en Álvaro Uribe en su ego, maldad y deseos de refundación de la patria. Para los dos todo vale. Se dijo de Laureano[2] que era un hombre a seguir o temer, una maquina para la acción que despertaba pasiones de amor u odio, un genio de la maldad que en sí mismo era la oposición sin matices, se opuso a todo: a sus adversarios, su partido, al voto a las mujeres, a comunistas, a liberales, a sus amigos convertidos en enemigos que trató como escorias, como heces y, a su cólera radical no escapo siquiera el papa. Igual que Laureano, Uribe convirtió su palabra en ley, organizó la confusión, difundio verdades a medias que traspasan las fronteras de la tergiversación, expone la crueldad sistemática, intransigente, actúa sin piedad, con todo y contra todos. Tanto en la guerra de élites, hecha con sangre ajena, antes del plebiscito de 1957 como con la seguridad democrática, los dos señalaron el camino para poner a pelear al país social en su nombre, unos de su lado contra los del otro lado por unas ideas políticas que la barbarie impidió entender. La ruta de la guerra era trazada con editoriales en los diarios (en especial el Siglo, ahora redes, RCN, NTN24) que llegaban al país social trasmitidos como dogmas que los mandos medios esperaban ansiosos para leérselos a sus hombres de confianza y estos repetírselos a sus electores que entre amor y miedo cumplían los mandatos, ejecutaban la venganza ya aprendida, defendieron incluso lo que nunca entendieron. Los jefes políticos mandaban, como ocurre ahora, pero no aparecían como responsables del hecho criminal, porque no daban ordenes expresas, directas, ellos y sus mandos solamente comentaban sus deseos para que las otras partes venidas de la misma realidad social de excluidos, ya educados en el odio y la venganza actuaran sin piedad contra sus hermanos por las razones políticas sin sentido que se enviaban.
Entre las dos realidades la brecha esta abierta y la amenaza de impedir que el país social sea incluido sigue vigente, los estrategas del mal siempre han sabido cómo y cuándo dividir, manipular e incendiar las pasiones que impiden cerrar las heridas, promueven traiciones, engaños, verdades a medias y se impone la voz de un genio de la maldad que incendia las pasiones. Las llamas vinieron en 2016 de la misma clase política heredera del bipartidismo anterior que después del holocausto aceptó el voto femenino para recuperar parte de la legitimidad perdida, pero que en todo caso dejo en claro -con plena coincidencia entre la iglesia tradicional y los caudillos- que reconocer el voto a las mujeres ponía en riesgo la democracia porque por la opresión padecida saldrían enloquecidas a votar por comunistas. En el plebiscito de Paz 2016 voces con el mismo eco movilizaron el odio y la mentira para decir casi lo mismo, con la estrategia de invalidar las garantías a la paz, negar el reconocimiento a las victimas (que superan el numero de votos del no) e impedir la existencia política del país social.
Las élites del No, no vienen a renegociar, su objetivo ahora es cobrar políticamente su victoria destruyendo lo construido y reasegurándose el poder, todo el poder. Al país social, le queda ratificar con mayúsculas y movilizaciones sin parar, que el marco de paz, -convertido a acuerdo- ya esta ganado, es una conquista, un bien publico, parte del patrimonio colectivo y de la realidad material de Colombia. El acuerdo de la Habana, que se complete con los resultados Estado-ELN, es además una herramienta de bienestar y una pieza esencial para diseñar el nuevo pacto social y político, la segunda independencia. Lo mejor del acuerdo es haber logrado que la guerra -por lo menos esta- se acabara. Ese marco de paz podrá permitir la vida de otra manera, sin temores ni humillaciones, es un camino al reconocimiento de cada ser humano por su condición de ser humano.
P.D. El genio del mal de este nuevo siglo esta al descubierto, su estratagema en evidencia y el país social real -de excluidos del poder- con el apoyo de una parte de las élites en cabeza de su ahora premio Nobel y Presidente tendrá que defender con lo mejor de su capacidad de resistencia y unidad de lucha el derecho a tener existencia política para vivir en Paz con dignidad y respeto por la vida con todas sus diferencias y diversidades.
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[1] Alberto Lleras Camargo, El Tiempo, archivo, 9 enero de 2010, E. Santos.
[2] Laureano Gómez, el rugido del monstruo, El tiempo, marzo 7 de 1999, archivo.