Por | Silvio E. Avendaño C.
Cuando se ha diluido la ciudad tradicional y queda en la memoria el sector histórico, es curioso mirar el complejo de historia, economía, desorganización físico-social, incomunicación, caos en el transporte y destrucción del suelo. Sin embargo, para tratar de maquillar la ciudad, la imagen de la urbe es brillante, pulida, aséptica porque la publicidad hace del caos de la ciudad un lugar amable para los turistas. Es evidente, si se quita la cosmética, la máscara, la pintura que se le atribuye a la ciudad: la tensión perceptiva, carencia de identidad, discontinuidad, y ambigüedad con la naturaleza.
Al salir del lugar donde se habita y aun dentro de él se respira la contaminación visual y acústica. En los restaurantes y cafeterías se lee: “Este lugar está libre de humo”. Nota que parece indicar que afuera el aire está impregnado de la contaminación aérea. Más, además de la contaminación del aire que se respira, existe la contaminación auditiva. El ruido se acrecienta con el tráfico automotor, las sirenas de las ambulancias, las motos que pasan dejando la estela de ruido ensordecedor.
Un segundo punto que llama la atención es la carencia de identidad visual. Existen zonas, barrios, sectores en que se respira un aire de tranquilidad, pero bien se puede ver que junto a esa atmósfera de sosiego, si se mira atrás huele el caño de aguas residuales, sectores inseguros, rincones deprimidos. Así, si bien es cierto que en la ciudad existen las islas donde la vida transcurre más segura, tranquila y hasta hermosa, hay que decir que esa percepción se encuentra en medio de un maremágnum de miseria, pues para buena parte de la población la percepción que se tiene de la ciudad es la de un lugar extraño y peligroso.
No se caracteriza la ciudad por la continuidad. No es el lugar de la igualdad que pregona la constitución. En lugar de ello la ciudad no encierra el mundo de los ciudadanos. La ciudad, cuestión absurda, contradice los preceptos políticos, pues se encuentra escindida entre la “gente de bien” y aquellos que no pertenecen a ese sector. Sin ingresos fijos ni suficientes, alojados en viviendas precarias, y generalmente sin los servicios mínimos la miseria se extiende en los bordes urbanos por aquellos que no participan de lo que se denomina la sociedad normalizada en sus formas de vida.
El ser humano necesita para su desarrollo normal, oportunidades de entregarse a un intercambio con el medio ambiente. Dicha relación hace necesario un contorno físico accesible y abierto. Los bosques, el agua, el cielo azul y los lugares solitarios tienen la virtud de procurarnos ese estado benévolo de ánimo. Pero al mismo tiempo existe esa otra sensación cuando nos encontramos con edificios deshabitados, callejones peligrosos, vertederos de basura y polvo, lugares a los que se les ha destajado la vegetación, casuchas miserables, esqueletos de autos, tierras calcinadas, vallas publicitarias y el smog que se cierne sobre la ciudad.