Fernando Garavito. Foto | EL TIEMPO
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Por | Darío Rodríguez

Quizá no exista mejor columnista de opinión que el poeta. El reportero o el cronista llevan dentro de sí – a veces cubierto por una cáscara metálica, además oxidada – a un novelista. Pero la opinión, esa pelusa o pompa de jabón o ya por sí limitadísima gota sobre el vidrio mientras llovizna afuera, está más cercana al poema.

Y puede pasar que columnistas rigurosos como María Jimena Duzán o, en sus mejores momentos, Antonio Caballero (ejemplos colombianos representativos, no obstante, de lo que sucede en los periódicos del mundo entero) intenten otros oficios que van desde la presentación televisiva hasta la redacción de textos históricos, y sin embargo vuelvan del modo más natural y evidente a escribir sus ochocientas palabras semanales donde comentan y analizan lo que está pasando. No pueden escapar de esa forma áspera, rugosa, efímera de la poesía escrita que es la columna.  Poesía que, dicho sea de paso, debería figurar en antologías por sus hallazgos formales y su eficacia verbal aunque peque de pragmática.

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Si el columnista es una especie rancia de poeta, cuando el que hace versos se inmiscuye en terrenos de opinión puede provocar que broten raras flores lúcidas, dignas incluso de ser cantadas.

Aquí conviene recordar al chileno Leonardo Sanhueza cuya militancia poética se extiende y se complementa con las columnas que escribe para periódicos. Piezas de gran valor literario cuyo impacto en cuanto a provocar polémicas o reflexionar están a la altura de sus mejores poemas.

Se da el caso también, el más eminente, del poeta que gesta desde sus versos toda su convicción de ensayista y de periodista. La perspicacia, la hondura de la observación pueden rastrearse partiendo de una alta sensibilidad que se vive en procura de soldar, dentro de la misma y única persona, la condición de quien opina con la del vate. No abundan poetas así. Y mucho menos columnistas de semejante calado.

En Colombia hubo uno. Amargo, recalcitrante, fiero. Su nombre era Fernando Garavito. El programa entero de sus labores dentro del mundo informativo lo había planteado en sus libros de poesía. Como se sabe, no sólo escribió columnas. También fue un reportero arriesgado, investigador y tal vez el primer periodista que desenmascaró al, hace veinte años, popularísimo Álvaro Uribe Vélez (al respecto, no ha perdido vigencia la biografía no autorizada de Uribe ‘El señor de las sombras’, publicado en 2002, y que le costó a Garavito salir del país por temor a que lo asesinaran).  Hay un poema que vale traer a cuento porque es lección de poesía medular y de sentido responsable del registro vital que es el periodismo. Se titula ‘Já’ y le da título a su segundo poemario.

El problema de uno mismo

es que uno mismo

anda por todas partes con uno mismo.

Carga sus pocas cosas sin mayor interés,

las deja abandonas, las recoge,

y siempre está a punto de decir

esa palabra dulce, triste.

Es uno mismo el que aparenta

ser distinto y uno mismo

el que vive su vida en duermevela,

se aburre, toma un libro, lo abre, lo abandona.

Uno mismo se da cuenta de todo,

pide permiso, opina y si se para

sólo lo hace al borde.

Y al fin de las cansadas se queda sin saber si es uno mismo

el que saluda, el que tose, el que se asoma

al borde de uno mismo, o es el otro,

ese otro hundido tan adentro,

tan callado, tan solo.

Es posible que la salvación del periodismo de opinión, ejercido hoy con un descontrol demencial, se encuentre en el arte de la poesía.

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