Por: Manuel Humberto Restrepo Domínguez
¿Humanamente qué pueden importarle los inmigrantes del vecino país (a favor o en contra del gobierno de allá) a unas elites colombianas que discriminan y repudian a los que no son de su clase?¿Qué pueden significar para las elites (enredadas en su propia y compleja trama de corrupción y crimen) esos ajenos, que solo son oídos cuando repiten las frases comunes del libreto obsesivo contra el gobierno vecino, aunque eso sea renegar de ellos mismos y de sus otros hermanos?¿Qué acto humanitario franco pueden esperar de unas elites ensañadas en alentar odios e impedir el cierre de la guerra y del sufrimiento de sus propios hijos?¿Qué afecto, amor, solidaridad y respeto pueden esperar cuando terminen el experimento político, económico y militar del que son conejillos y sean tratados con desprecio?¿Qué pueden esperar como cosecha en su favor de unas elites históricamente responsables de haber sembrado la tierra del país con los cuerpos de cientos de miles de sus hijos y hermanos?¿Cómo creer en quienes ultrajan y suplantan la voz de su propio pueblo y se niegan a abrir puertas de neutralidad e imparcialidad, según el mandato de “promoción del dialogo con los países de origen, tránsito y destino migratorio, incluyendo la ratificación y desarrollo de los acuerdos necesarios” según la ley 1465 de 2011 que crea el sistema de migraciones?
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La realidad de los migrantes acosados por el hambre que producen los bloqueos, pero también por la ideologización de la existencia que justifique su huida, se completa con carencias no previstas, racismos, discriminaciones, xenofobias y violencias propiciadas por cruzadas humanitarias que se repiten por todas partes. Las “Pateras” que atraviesan Gibraltar son cruceros de la muerte a la luz de las leyes y las instituciones. Los que sobreviven son convertidos en imágenes de televisión y su dolor puesto en algún reportaje de concurso periodístico. El mar mediterráneo le trae a Italia a los desterrados por las guerras en el África (Mediterránea, Film, 2015) y le lleva al resto de Europa la tragedia provocada por sus invasiones y bombardeos sobre pueblos inermes invocando falsamente libertades y derechos que esconden las intenciones del capital.
Nadie huye por placer sin norte, ni sur, llevando marcas de injusticia, sufrimiento, exclusión. Detrás de toda migración hay gente que sufre, hay política, negocios y tensiones de poder. Los que se van son acechados por mafias, contrabandistas y delincuencias de todo tipo, que los esperan y aíslan a los más débiles para explotarlos. Los inmigrantes son el relato vivido de una tragedia humana sin dolientes en el lugar de acogida. Colombia es el país de América con mayor número de desterrados del último medio siglo y no hay avances en busca del retorno, asistencia o apoyo a más de cinco millones que cruzaron las fronteras por la barbarie de su guerra, la desigualdad que eliminó sus oportunidades y el odio de las elites indolentes inclusive con las victimas que deambulan sin territorio.
Las migraciones convertidas en destierro son una tragedia humana despiadada mientras florecen avances científico-tecnológicos y crecen las economías para pocos. El destierro pone en duda la idea de ser humano igual, libre y con derechos forjada durante doscientos años y deja al descubierto que el único gobierno de los que huyen son sus necesidades y que su política es la sobrevivencia. No son de izquierda ni de derecha, son seres sufrientes en busca de reconocimiento y de respeto por su dignidad humana y en todo lugar aunque los medios registren su paso del infierno al paraíso cuando van de una frontera a otra, son aislados y olvidados. El sueño de los inmigrantes es más corto y lleno de sobresaltos y las horas del día más largas pero intranquilas, siempre alguien los acecha, los vigila. En las noches son perseguidos y cazados para ser amontonados en camiones y expatriados o esclavizados. Otros quedan prisioneros de las drogas, el alcohol, la caridad, el maltrato y las barreras burocráticas que les recuerdan que son extraños, que no son nadie, que son ajenos, sospechosos por ser negros, indios, campesinos, latinos, pobres en general a merced de quienes lo tienen todo.
En todas partes tendrán que sobrevivir en la informalidad, aprender a vivir casi clandestinos, extorsionados, silenciados y sometidos a recitar el discurso oficial de quienes se crean sus protectores. Los gobiernos ofrecen planes y hacen leyes que nunca cumplen, los invitan a su mesa mientras dura la foto y después los sacan por la puerta trasera, que lleva al olvido. Lo único creíble para cada desterrado son sus familias, cuidarse mutuamente, apoyarse entre ellos para trabajar como un mandato para evitar el estigma que los deshonra. No les resulta fácil organizarse política ni socialmente para desafiar al poder que criminaliza sus reclamos, sobre todo porque sus líderes siempre están en riesgo de ser asesinados. Su destino parece trazado con las coordenadas del sufrimiento, del desarraigo, de la intolerancia que los mantiene ocupados completando documentos, papeles que los pase de ilegales a legales, que los vuelva ciudadanos aunque sea de segunda o de tercera.
Los ojos se agrandan, se desorbitan, los labios se secan, la mente se bloquea, con la frecuencia de la desesperanza que se refleja en la impotencia y el abandono. Los medios, los farsantes medios que disparan sin cesar sus flashes cuando los ven llegar desaparecen, igual que los burócratas y los partidos políticos en campaña que anuncian incoherencias y replican odios. Todos se van, y solo queda ayudarse mutuamente y resistir hasta encontrar a los únicos que comprenderán su tragedia y les darán su solidaridad. Esos son los que son como ellos, es decir, los que son también extranjeros en su propio país que los rechaza, desplaza y discrimina por estar en condición de víctimas, enfermos, explotados, pobres en general, para quienes vivir no es un asunto del destino, si no un resultado de sus luchas por la dignidad y los derechos violentados sea en el territorio del infierno o en el paraíso.