Ha de saberse que el estado de descomposición que padece la Colombia de nuestros días, ha venido a ser la consecuencia de “dirigencias de lo político”.
El día en que algún gobierno de este país comience por colocar la cultura por encima de lo que sea, se entenderá que ha llegado a la jefatura del Estado, si no un humanista o filósofo, sí por lo menos un hombre formado en alguna de las disciplinas del arte.
Claro que un acontecimiento de esta naturaleza nunca resultaría de buen recibo, ni para los estratos más refinados de la sociedad, ni para los “emergentes de la política”. Aunque unos y otros se consideran “cultos”, pero no tanto como para creer que un hombre de agudeza en su pensamiento filosófico o un artista de los irreverentes para todo, vaya a tener condiciones para manejar la complejidad realidad de un país.
En otro orden, no faltarían los que en medio de todo, acaben por sostener que, como han transcurrido las cosas, resulta preferible un clima de vida como el que puedan propiciar exponentes de toda una cultura del espíritu, a los esquemas y frialdades de unos tecnócratas o a los miramientos utilitaristas de unos “emergentes”, que más vienen haciendo de la “política” un deprimente espectáculo de mentalidad “carroñera”.
Ha de saberse que el estado de descomposición que padece la Colombia de nuestros días, ha venido a ser la consecuencia de “dirigencias de lo político”, que por estar pendientes de sus propios narcisismos y del afán voraz, no más que por defender sus propios intereses, nunca le dieron importancia a tesis y proyectos de transformación nacional, a partir de una “educación liberadora”, como la que tanto se planteó para los pueblos de América Latina, por allá en la década de los 60.
Como pedagogía de orden liberador, se apuntó a que desde las bases, desde la cultura de lo organizativo, de lo comunitario, cada quien en su propio sector, así el niño como el joven, el funcionario como el labriego, el comerciante como el pequeño o grande empresario, cada quien en su sector, fuera desde su propia condición un lector de la realidad social y, por sobre todo, un elemento vivo y agente de cambio.
Una perspectiva de esta naturaleza era ya darle razón histórica a lo que tanto faltaba y seguirá faltando: que la cultura del “qué hacer”, siempre en función de delicadezas y, aún, de ternuras para abordar la vida en todas sus exigencias, viniera a ser el gran resultado de Estados y Gobiernos de visión humanística, transformando al hombre para ser vivo exponente de valores auténticos, y no un mediocre de la misma existencia.
¿Qué es lo que observamos en nuestros días? El triste espectáculo de unos “falsos protagonistas” al frente de poderes establecidos. En ellos campea, no la “ilustración”, la que precisamente hace falta para que en Colombia se entienda y se viva algún afán por acogerse a disciplinas del espíritu, que son las que permiten que el hombre se descubra en sus propios letargos.
Lo más triste del panorama es encontrar ese analfabetismo masivo en lo
“político”, que lleva a tanta gente a crearse expectativas con lo que tanto se ha denominado como “mesianismo” de la época.
¿Qué no diría aquel expresidente que en su tiempo alcanzó a decir que Colombia era un país “descuadernado”? Ahora diría que está más que descompuesto por dentro, esto es en su alma y en su corazón.
Siempre es que “el camino era por más arriba”, como dirían tantos de los que pudieron soñar una Colombia determinada por un alto concepto de la Educación y, por ende, de la Cultura, para abarcar al “hombre y su circunstancia”, para retomarlo en lo infinitivo de su ser, para crearle seguridades de criterio, de formación, para hacer que incluso construyera su alcance histórico desde lo apasionante y transformador: la gran filosofía de vida, haciendo aún del arte, de su música, de sus coplas, de la cuentería, de la pintura, del teatro, de la ciencia, expresiones de su propio poder creativo, como en una mística por ir en la alegría de su propia identidad. Ahí sí haciendo de la cultura el porqué de su existencia y la razón suprema de la historia.