Harem y otros cien microrrelatos de Carlos Castillo Quintero

Carlos Castillo Quintero. Foto | Archivo particular
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Hace unos días el escritor argentino Hernán Casciari dijo que los libros de papel son un asunto de nostalgia, destinados a personas que disponen de mucho tiempo y totalmente inútiles por estos días.  «La literatura era cosa de una época en donde no teníamos pestañitas que minimizar ni catorce dispositivos dando vueltas alrededor», afirmó. El escándalo no se hizo esperar pues se supone que ahora los lectores de libros de papel abundan. Otro argentino, Rodrigo Fresán, tan pesimista como su paisano sólo que chocarrero al límite, ha manifestado en múltiples entrevistas que no se ha leído tanto como durante la reciente temporada humana, y que el problema real es la pésima calidad de esa lectura, sus modos negligentes o incomprensivos. Los dos autores tienen la razón, por supuesto. Y, desde luego, se equivocan.

Por | Darío Rodríguez

No tiene uno que irse a buscar por grandes centros del mundo editorial, Buenos Aires, México, la refutación a esos asertos de Casciari y Fresán. Aquí, dentro de nuestra región, a dos cuadras de donde esta nota se redacta y se va a leer, un individuo llamado Carlos Castillo Quintero anda desde hace casi cuatro décadas en un combate arduo con las palabras, tratando de comprobar que todavía puede escribirse poesía cinceladora de los nervios y las arterias, que la novela como suma de intensos fragmentos nos sigue reflejando como sociedad, que el cuento, cazador de la belleza, el detalle y la sorpresa, todavía es susceptible de escucharse, de ser repasado con los ojos para nuestro asombro y placer. Incluso, ya para anteponerles un argumento a los argentinos desde este rincón provinciano y colombiano, que existe literatura para quienes leen mal y podrían mejorar sus aptitudes lectoras, o simplemente para quienes no tienen tiempo disponible por andar adheridos a pestañitas y a catorce dispositivos.

Con el favor de la fama o sin él, Castillo Quintero ha consolidado una obra notable en el ámbito de nuestras letras regionales y nacionales. Y el libro que publica ahora, Harem, podría ser leído, de entrada, como una repuesta a las sospechas argentinas mencionadas atrás. Los microrrelatos son una oportunidad para entrar en mundos fantásticos o de un realismo torvo gastándose un minuto o dos en el ejercicio lector. No es poca virtud esta. Una de las ventajas de la brevedad narrativa es el aporte ágil de alta calidad literaria a personas que viven afanadas. Y siempre queda, para quienes no viven corriendo, la posibilidad de incontables relecturas a estos microuniversos.

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¿Qué encontrarán los lectores en Harem? Un hombre que nació sin cabeza, un escritor que pulió sus textos hasta la extenuación radical, zombis, un visir persa, un payaso, una presencia femenina llamada Rose. Se mencionan aquí unos cuantos de entre los muchísimos personajes y situaciones que aparecen en esta colección de minificciones.

Harem tiene, también, una historia implícita. La de su propia composición. A Carlos Castillo Quintero le tomó tres décadas darle forma definitiva al libro y casi el mismo tiempo ir de un país y de un rechazo a otro el intentar publicarlo. Por el camino fue encontrando cómplices como el icónico microrrelatista argentino Raúl Brasca o el maestro mexicano René Avilés Fabila, quien, de hecho, escribió un prólogo lúcido para el volumen. Avilés no alcanzó a verlo publicado. Murió en 2016, cinco meses después de haber firmado las palabras de presentación para los microrrelatos. Junto a los textos de Brasca y de Avilés, Harem recoge un ensayo del poeta Miyer Pineda en torno a la urgencia de la palabra corta y certera (cita de Cioran incluida). A esto debe agregarse que el género reticular ha sido una verdadera obsesión en el ejercicio profesional de Castillo Quintero. Desde el comienzo de su labor como docente y así mismo en la conversación cotidiana, hay un espacio frecuente para discutir las posibilidades técnicas y estéticas de las micronarraciones. Después de tanta senda árida recorrida, Harem es por fin una realidad que vuelve a su condición de sueño dirigido: lo que deseaba Borges que fuera la literatura.

Harem es un libro que bien podría servir para formar lectores o iniciar en el arte de la lectura. Al recorrer sus páginas es inevitable recordar la denominación que les adjudicó Joyce a sus pequeñas prosas cercanas a lo poético, Epífanos.

Aquí queda, pues, servido y a la mano de la gente presurosa o de los devotos del libro como afirmación vital.

Porque, con permiso del autor de Ulises, toda literatura es epifanía.

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