Por | Manuel Humberto Restrepo Domínguez
El tribunal permanente de los pueblos (TPP), que se constituye para el mundo en el principal referente ético para la valoración de lo que ocurre en materia de derechos humanos y que en cumplimiento de su tarea colectiva de escucha, lectura, validación y veredicto sentencia sobre la participación y responsabilidad de los estados y sus gobernantes en la comisión de delitos de alta gravedad, hace apenas seis meses, emitió un juicio contra el estado colombiano calificándolo de genocida. Esto es, lo colocó en la categoría de asesino sistemático de su propia población, tipificándolo como violador de derechos, un asesino en serie de sectores de población especifica, según se explica mediante hechos, motivaciones y responsables plenamente identificados.
El dictamen no puede parecer ajeno, exagerado o especulativo cuando las cifras más inmediatas de lo ocurrido en este siglo XXI, “el siglo de los derechos” ( en continuidad de lo ocurrido en el siglo XX) da cuenta documentada de la existencia de políticas de odio y exclusión, instaladas en el estado y tramitadas por sectores del poder político, económico y social, que impulsan y permiten la sistematicidad en la persecución y asesinato de pueblos indígenas, lideres sociales y defensores de derechos, jóvenes indefensos falsamente acusados de terroristas, firmantes de acuerdos de paz, activistas levantados en protestas; desapariciones forzadas por pensar o actuar por fuera del poder hegemónico y de los dueños del capital, desplazamientos forzados que suman millones y; demás factores determinantes; el elevado impacto transversal de la desigualdad que provoca tragedias humanas repetidas y; niveles de impunidad cercanos al 100%.
La Corte Penal Internacional (CPI), a través del fiscal delegado para atender el caso de Colombia, después de sus análisis y conclusiones en derecho, sentenció lo contrario a lo establecido por el tribunal de los pueblos. Poco o nada de lo que vio el tribunal ético, parece haber sido conocido o atendido en derecho por el fiscal de la corte penal internacional, quien al final de su visita, in situ, luego de resolver una agenda de encuentros privados con rigor diplomático y prevalencia de lo políticamente correcto, concluyó levantar la mirada de la corte sobre la responsabilidad y compromiso directo de los actores directos en el gobierno y los poderes públicos que el tribunal había tipificado en el ámbito del terrorismo de estado. Para la Corte primó la razón de estado, sobre la lógica de los derechos como límites al poder basada en la razón de las víctimas y de la sociedad como creadores de derechos. En síntesis, estuvo por encima el derecho, la norma, sobre la razón de los derechos en plural, como construcción colectiva de los pueblos.
La tesis que hace creer que los derechos ya están y solo basta aplicarlos, queda refutada, su fundamentación si cuenta, resulta aquí más importante precisar los conceptos que aplicar teorías en el vacío, sin contexto, ni concreción. El fiscal de la CPI, con su decisión alejó la norma del sentido de justicia. Aunque haya matices para justificar la decisión (que permite diversas interpretaciones, acomodaciones y confusiones), el acuerdo fiscal-presidente, carece de garantías de cumplimiento.
El veredicto del fiscal se sometió a las reglas de la democracia política (aquí donde la democracia falla) y abandonó la ruta de las garantías universales de respetar, hacer respetar y realizar los derechos humanos, suficientemente declaradas. Primó en su conclusión un sentido de protección del poder del estado con desprotección de la sociedad. Lo que promete debilitar aún más la capacidad de las víctimas de alcanzar la justicia sin recurrir a la acción política, la revitalización de su derecho de resistencia o inclusive impulsar a algunos sectores hacia la fácil acción violenta en el país más violento del mundo.
El fiscal con su decisión desvincula a la ciudadanía de sostener la esperanza en la justicia internacional como respaldo con capacidad para exigir el desmonte de las doctrinas y máquinas de barbarie, vigentes en presente. La decisión favorece la polarización social y política y ahonda la crisis de legitimidad del estado de derecho al depositar en el presidente de la república (sin haber comprometido al congreso, las cortes u otras instancias), la confianza de rectificación y dejarle a su voluntad cumplir un pacto de respeto a las instituciones creadas en el marco del acuerdo de paz, como la JEP, que están en contravía del programa del partido en el poder al que representa y de quien recibe sus mandatos.
El esperado poder internacional de la Corte Penal, que podría ser el agente externo capaz de liberar a la sociedad de la omnipotencia del poder, cerró filas en torno a la primacía del estado, implícitamente destacándolo como fuente de respeto por los derechos humanos, aunque con ello pueda estar sentenciando la continuidad de lo que está mal hecho en derechos. Las conclusiones del tribunal permanente de los pueblos, basado en una postura ética, han sido refutadas por la corte penal en su actuación jurídica. La ética sentenció con la fuerza de los argumentos de las victimas la existencia de un estado genocida y señaló responsabilidades y la corte penal lo absolvió con los argumentos del estado y del gobierno, lo que muestra que los derechos están cada día más lejanos del derecho y de su salvaguarda y protección de la ley.