Hoy nos convoca la vida, el misterio, el poder ser otro, otros, miles en la escena.
Habitar tantas dimensiones como sea posible, ser quienes queramos ser, sin la zozobra del encierro, la ergástula o el manicomio. Sin la medicación de los psiquiatras, la veta de los uniformados o la condena de los jueces.
Hoy nos convoca el teatro y su mística. Hoy celebramos la presencia de tantas ausencias, de las voces y susurros de aquellos fantasmas que un día tocaron nuestro espíritu, volcándose, envolviéndose en el vientre de hombres y mujeres llamados a parir personajes, atmósferas, cuerpos, gestos y voces que siguen hablando de otro tiempo, del arcano, del silencio, la contemplación y el caos, siempre y cuando la luz exista en el escenario, siempre y cuando seamos aguzados, atravesados por la energía de un espectador.
Absurdo hablar del poder del sagrado ritual de la escena sin mencionar la vida, la real, esa que se nos escapa de las manos día a día, la misma que nos permite ver cómo mutamos abruptamente como especie, la que de una u otra forma va haciendo que se evapore el bello concepto de humanidad. Esa que se descompone cuando no ya no nos inmuta la muerte, el hambre, la enfermedad, el desasosiego, la destrucción del otro, aquí, o al otro lado del mundo.
Nos encontramos en una contingencia de orden climático, político, de ideologías que no reconocen la humanidad como punto de partida, como una razón suficiente para vivir dignamente eso que pueda quedarnos de vida en esta dimensión. Al parecer, es irreversible que se pueda establecer el derecho a vivir, a ser o a pensar diferente sin hacerle daño al otro. No existe una norma, una ley inquebrantable para lograrlo.
Creemos que el paso por este sitio que se nos concedió al nacer, ha de ser concebido por una simple y absurda premisa: “La sobrevivencia”. Debido a las evidentes desigualdades que lastimosamente son asumidas de manera natural por el instinto que nos queda, se nos está olvidando vivir. Devolvernos al principio, a esa bella posibilidad de descubrir la maravilla. El asombro y el cuidado de lo que se abre franco a nuestro favor. Quizá por eso somos la especie más compleja, pues no hemos sido capaces de reconocer a las demás como compañeras de esta corta ruta, por el contrario, las sometemos a nuestro servicio. Y como si fuera poco, no sólo esclavizamos cualquier atisbo de materia viva, también hemos establecido clases sociales, creencias fundamentalistas, partidos políticos, colores y símbolos que establecen fronteras invisibles y con ellas la división caótica de lo que somos. Es cierto, tenemos tanto que aprender de los animales.
Y con todo esto han surgido preguntas inagotables que quizá sigan circundando por este mundo arrasado por la incertidumbre. ¿Para qué el arte? ¿Para qué el teatro? ¿Qué sentido ha de tener ser ese otro en la escena, mientras el mundo se nos cae a pedazos? ¿Cuántos disparos se detienen o a cuántas comunidades alimentamos haciendo teatro? En definitiva, no es sencillo responder a esas preguntas, mientras no descifremos el enigma, mientras no seamos capaces de crear desde el corazón, trabajar desde la convicción, desde la entrega y disciplina. Desde ese rigor que requiere la investigación, la teoría, la lectura del mundo que nos rodea, la escritura y análisis de nuestro propio contexto. Desde la práctica real, desde la necesidad del diálogo con el referente, con quienes han abierto esta senda descalzos y a machete. Desde la lógica y el respeto por el rol de director, actriz, actor, técnico, luminotécnico, por cada persona que en silencio dispone su energía para que la escena florezca. Mientras no decidamos tragarnos el miedo que produce un país o una aldea como ésta, que todavía no comprende el papel del arte en la cultura, usando la creación como un mero relleno para actos protocolarios, como canal de adiestramiento, como botín del que se desgrana perenemente la conveniencia, el negocio y el prestigio. Mientras sigamos o sigan asumiéndonos como “teatreros” y no como hombres y mujeres de teatro comprometidos con la evolución del mundo. Mientras no se reconozca el arte como un canal potente de emancipación personal y colectiva, como reconfigurador del tejido y de la estructura social.
Mientras no comprendamos que somos una legión atravesada por la necesidad del convivio, mientras no mantengamos vivo el romanticismo por reunirnos en la caja negra para crear nuevos mundos. Para mantenernos vivos a pesar del mundo.
Así y sólo así tendremos la consciencia y la disposición para comprender que hacemos teatro para detener la barbarie y darle pulso a la vida, representando la condición humana desde lo más superfluo, decadente, desquiciado y vindicativo, hasta lo más profundo, sublime, justo, esperanzador y eterno. Poner en los ojos del espectador lo que somos como especie y poder llevarlo a cuestionarse, a que pueda ser atravesado por el dolor o el regocijo, a que pueda verse en otro rostro, en otro cuerpo, preguntándose por su propia existencia, por su forma de ser y asumir el mundo.
Comprender que milenariamente estamos atravesados por el arte desde el canto y la danza para honrar al sol o la genuina necesidad de despedir a nuestros muertos. De la reconfiguración de pueblos enteros luego de la destrucción y de la guerra. Es que venimos de la necesidad de ataviarnos, de pintar nuestro rostro y emitir un sonido diferente para honrar al ancestro, de ofrendar la cosecha, de ritualizar nuestros credos. Y eso, eso también es alimento. Quizá lo único que genéticamente guardamos como especie y que reproducimos genuinamente sin importar nuestra lengua, creencia o principio.
Sólo así podremos sentir que hacemos teatro para conjurar que la vida sea una práctica constante, verdadera, real y duradera. Donde soñar, crear, creer, jugar, tener derecho a la risa, al misterio y al ritual no sean el lujo de unos cuantos.
Es evidente que el teatro es el espejo del mundo, la escultura del tiempo como bien lo afirma el maestro Kartún, sólo está en nosotros mismos contagiar al mundo con su belleza, seguir arando y cultivando versos e imágenes en este jardín de puertas cerradas, enaltecer su valor verdadero, crearlo con plena conciencia, evolucionar como seres y entregarlo a las comunidades, así como se reparte el pan en manos de la abuela.
Somos oficiantes de la manifestación más efímera, la que convoca poéticamente al bello suceso del encuentro, a la conciencia de los sueños, a la inconmensurable obstinación por no dejarnos domesticar.
Por eso hoy estamos aquí, para ofrendarlo a nuestras familias, a nuestros hermanos, a esta ciudad que nos ha visto trabajar tantas veces en silencio, y quizá desde la ráfaga de la indiferencia. Estamos aquí convocados como legión para rezar al unísono la oración de la alegría, de la verdad y de la dicha, para dar inicio a la celebración, a la fiesta, al bellísimo milagro de la Hilaria. Para abrazar con nuestro canto a los abuelos, a los niños y a los pájaros. Al agua y a los frutos. A la raíz de lo sublime, al juego, al recuerdo, al blanco y negro del enigma, a la razón por la que se produce cada bocanada de aire.