Por | Darío Rodríguez
Los personajes y situaciones de “Esperando a Godot”, la obra teatral del escritor irlandés Samuel Beckett, siguen siendo por lo pronto la metáfora más sólida del momento presente. Un puñado de personas con el rumbo perdido, sin muchas ambiciones o ningún plan, que ponen toda su esperanza en la llegada de Godot. Alguien que jamás llega, y cuya venida sería además inútil porque los problemas y angustias continuarán sin él o con él.
Tal es nuestro estado de postración en este país y en esta sociedad de Occidente. Las diversas crisis económicas en diversas naciones han puesto de presente los profundos engaños en que estamos sumidos (y estaremos si no logramos reaccionar; lo más probable es que no reaccionemos). Los modos de vida consagrados a un consumismo en apariencia sin límites, la acumulación de grandes capitales en pocas manos y las gigantescas desigualdades sociales – origen de conflictos armados – nos han abocado a un sinsentido que los medios de comunicación y el mundo de Internet saben aprovechar en su afán de dopar y enajenar a gran número de personas. Como los personajes de Beckett, malgastamos el precioso tiempo de la vida discutiendo banalidades, buscando tonterías, abandonando nuestros disipados cerebros en un sinfín de necedades. Y confiamos en que las soluciones van a ser mágicas, en que bastará un chasquido de los dedos, un parpadeo o el arribo de Godot para que todo se solucione.
Hay que volver a ver los detalles de esa pieza teatral. Fijarse muy bien, por ejemplo, en aquel sujeto que llega con un hombre atado a un collar o a una cuerda, casi como si se tratara de su esclavo; y así mismo la actitud del que está amarrado: servil, tranquilo, acostumbrado a su condena. Del mismo modo el árbol del fondo, una alusión clara al tema bíblico del discernir entre el bien y el mal, se convierte en un mero elemento decorativo, símbolo de la total indiferencia hacia las grandes preguntas pues lo que vale de veras es relajarse, divertirse, pasar buenos ratos. Mientras viene alguien a resolvernos los problemas.
La obra literaria y dramática de Beckett se ha encasillado, tal vez con cierta ligereza, como “literatura del absurdo”, “teatro del absurdo”. Pero el desmadre y la desorientación en que estamos sumergidos demuestran que, lejos de evidenciar ambigüedades, “Esperando a Godot” (y otros trabajos como las novelas “Malone Muere” o “Watt”) resultan informes analíticos muy precisos de esta época gelatinosa, vana, que nos tocó en suerte.
Es casi un compromiso social acudir de nuevo a las páginas de esta obra teatral. No con el fin de hallar una respuesta (el arte brinda pocas respuestas; más bien ayuda a perfeccionar el modo en que nos formulamos los interrogantes), sino con la segura convicción de ver cara a cara, sin anestesias ni velos engañosos, lo que los poderosos medios de comunicación, los gobernantes y los agentes del miedo nos impiden observar: nuestros propios rostros dominados por la estupidez y el terror.
Godot nunca llegará. Lo mejor que podemos ir haciendo es dejar de esperarlo – encargándonos de nuestras propias vidas – o, despidiendo las torpezas, modificar nuestro modo de espera. Sólo nosotros, no Godot ni nuestros amos, tenemos la opción de decidir.