Por: Teófilo de la Roca
Sabía el demonio lo que le esperaba con el Cristo, luego de que el Mesías saliera de su experiencia de desierto. Por eso como demonio no esperó a que el Cristo abandonara el lugar de retiro, de soledad, sometiéndose a un largo ayuno, con base en una etapa de reflexión, de profunda meditación, de oración.
Sabía el demonio que de allí, el Cristo, saldría hacia su gran proyecto de plantear el Reino de Dios; algo así como el plan estratégico para cerrarle en la historia muchas salidas al maligno, para frustrarle manejos, manipulaciones, para reducir sus mapas de poder, de dominio, en sus propios males, en sus propias injusticias, en sus propios reinos de tinieblas.
Por eso el demonio, siempre sagaz, como lo ha sido y lo será en el manejo de la misma historia, no lo pensó dos veces, sino que se fue armando hasta de expresiones bíblicas, para caerle al Cristo, en pleno desierto, para tratar de hacerlo desviar de su objetivo; y le cayó al Cristo no sin tentaciones fuertes, como la de mostrarle imaginariamente lo mucho que podría lograr en dominio y poder. Sin más le fue mostrando reinos del mundo y las muchas glorias que tendría al optar por esos reinos.
Fueron varias las pruebas o tentaciones con las cuales el demonio le salió al Cristo, viéndolo tal vez débil físicamente. Pero el Cristo se había fortalecido como nunca antes, desde esa su experiencia de desierto. La había elegido precisamente para agigantarse en su propósito de vida, para salir a la vida pública, para establecer el gran reto, para pronunciarse y actuar desde las perspectivas de su padre celestial, para determinar la hora salvífica, para señalar las actitudes que pudieran ser signos de sabiduría y por lo tanto encerrar contenidos de vida eterna.
Y el Cristo salió del desierto, no sin librar su gran duelo contra el demonio que se había tomado el atrevimiento de plantearle algo así como una capitulación, como una renuncia absoluta a cuanto contemplaba como salvador de la historia. Pero tenía que fracasar el demonio en su tentativa: el Cristo se había preparado aún para hacerle frente y también con expresiones bíblicas, como para que el maligno supiera incluso a qué atenerse, ya que se trataba de establecer seguridades mismas a la luz de lo que ya estaba escrito y que había que tener presente.
Sabía el Cristo de lo que le esperaba, una vez asumido su gran proyecto del reino de Dios. Sabía de la circunstancia de cruz a que lo llevaría el gran propósito de mantenerse fiel a todo lo trazado por el padre celestial, comenzando por convertirse en “signo de contradicción”, al no contemporizar con una mentalidad y con unos procedimientos como los que encarnaba la dirigencia de Israel.
Porque si algo coloca al Cristo en el camino hacia el martirio, hacia la inmolación, fue el haber sostenido desde el comienzo de su vida pública una frontal oposición a uno de los grupos más influyentes del judaísmo: los llamados “fariseos”. Su mismo nombre los hacía aparecer como falsos, como hipócritas, es decir, como no confiables. A ellos, el Cristo les hace mayor seguimiento; y hasta los describe en sus falsas justificaciones de vida. Es más, los llega a llamar “sepulcros blanqueados; que por fuera aparecían limpios y por dentro estaban llenos de podredumbre”.
En cambio otros grupos, como los “saduceos” y los “publicanos”, los acepta el Cristo, los tolera y hasta los comprende en su propia realidad. Porque hasta tienen sus “personajes” inquietos por las perspectivas del Reino.
De algún modo el Cristo enseña para sus seguidores lo que hay que cumplir como actitud profética: radicalismo, verticalidad frente a los hipócritas, a los de doblez de vida. En cambio, espíritu de aceptación, de comprensión frente a sectores y aún a élites de algún sentido de búsqueda, determinado por algún nivel de “buena voluntad” frente a ese gran proyecto de vida, que lo es “el Reino de Dios y su justicia”.
Propio de los hombres que puedan estar optando por ir con el Cristo hasta las últimas consecuencias, como signo de vida eterna, es encarnar desde el ahora, desde el presente, la gran revolución del Espíritu, frente a los “reinos de tinieblas”, que serán siempre los de los hombres manipulados en el mundo por el “maligno”.