El vendepatrias y la manía del embuste

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Por | Manuel Humberto Restrepo Domínguez

Traición, mentira y poder, están metidas en la cotidianidad de la nación. El término “vendepatrias” ha servido para nombrar a quienes, desde posiciones de poder político, económico o militar, entregan los intereses de sus pueblos a potencias extranjeras o corporaciones transnacionales. El vendepatrias es un insulto popular y una categoría política y moral que expresa el sentimiento de traición. El vendepatrias no siempre vende con dinero, a veces lo hace con silencio, con sumisión o con la máscara del patriota que entrega el país en nombre de su defensa. Su figura condensa la vieja enfermedad de las élites que es su incapacidad de pensarse como pueblos soberanos, y la obsesión por agradar al amo extranjero a cambio de prebendas, prestigio o impunidad o tristemente ahora solo por una visa.

El vendepatrias es el intermediario del poder imperial, que en el siglo XIX, firmó tratados desiguales y permitió la entrada de compañías extranjeras a cambio de favores políticos o personales. En el siglo XX, entre las élites bogotanas y el partido conservador que gobernaba después de dar un golpe de Estado “vendieron a Panamá” y se robaron las tierras de los campesinos. La figura se consolidó con los gobiernos que facilitaron bases militares estadounidenses, privatizaciones y entrega de recursos naturales bajo la retórica del progreso y la modernización. Gaviria le vendió la patria al neoliberalismo global, hipoteco al país y le entrego a Pablo Escobar su propia cárcel, a la medida del narcotráfico. El Plan Colombia iniciado con Pastrana lo redactaron en inglés y lo enviaron a Colombia para su traducción y ejecución presentándolo como una política de cooperación antidrogas, cuando en realidad era la cesión de soberanía militar, territorial y judicial a Estados Unidos.

El vendepatrias no traiciona abiertamente, miente, sabe mentir, la mentira es su método de gobierno y de control de electorados que trata como recuas. Se presenta como salvador, promete independencia y prosperidad, pero detrás de cada palabra esconde un pacto con el poder extranjero. De ahí que su conducta se asocie con la manía del embuste, una costumbre política que convierte la falsedad en virtud. Le miente al pueblo para ocultar sus pactos, miente a sus socios para mostrarse fuerte, miente a la historia para parecer legítimo. Su palabra no busca verdad, sino control. Transforma el embuste en una herramienta de dominación que vacía de contenido los conceptos de patria, libertad, derechos  o soberanía, y los usa como adornos retóricos para justificar lo contrario que se llama dependencia.

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La manía del embuste es estructural. Los medios repiten la mentira hasta volverla verdad y las instituciones la legitiman con leyes, tratados o discursos oficiales. Así ocurrió con la entrada de tropas extranjeras que con el argumento de la “lucha contra el narcotráfico” produjeron masivas violaciones sexuales, o cuando privatizaron servicios públicos con la promesa de “eficiencia”, fácil de contradecir al sumar millones de quejas cada año contra claro, movistar, EPS, empresas de acueducto, de energía, gas. El vendepatrias no actúa solo, necesita una maquinaria que reproduzca su mentira. Y la consigue en sectores de los partidos tradicionales (dirigidos por avaros autócratas), en élites económicas, en jueces y tribunales, en corporaciones mediáticas, y en otros lados con cómplices silenciosos.

Los vendepatrias y embusteros aborrecen la verdad y los derechos, mantienen la impunidad con la alianza entre traición y mentira. Álvaro Uribe Vélez bajo el discurso de la “seguridad democrática”, entregó la soberanía nacional a cambio del respaldo militar estadounidense y consolidó una estructura de control político basada en el miedo y la manipulación mediática que sus fieles militantes de ultraderecha mantienen con su libreto del embuste y el odio. El vendepatrias no se explica sin una cultura política que lo tolere, ellos mismos se encargan de educar en sumisión y obediencia, y llaman a “salir emberracados” a apoyar la guerra y la entrega de la soberanía nacional como si fuera una forma de limpieza, en una mezcla de colonialismo mental y desesperanza, que les permite prosperar.

Acompañan la mentira con promesas de orden o prosperidad para hacerla creíble, pero el problema es que detrás de esa aparente estabilidad se esconde la ruina moral, la pérdida de la confianza en la palabra pública, en sí mismos y la normalización del engaño florece como su método de poder. Llamar vendepatrias a quienes entregan su país no es un gesto de odio, sino un acto de memoria. Es reconocer que la independencia no se perdió una sola vez, sino que se pierde cada día cuando se renuncia a pensar y tomar decisiones con cabeza propia. En cada concesión injustificada, en cada acuerdo que hipoteca el futuro, en cada mentira oficial que se repite sin pudor, se perpetúa esa figura. Su poder depende del olvido, y su derrota depende de la memoria crítica. Frente al vendepatrias, el antídoto aparte de la denuncia es la reconstrucción del sentido de la verdad como bien público y de la soberanía como práctica cotidiana. La manía del embuste y la figura del vendepatrias son las caras de la colonización del pensamiento. Ambos destruyen la inteligencia, se burlan de la honestidad, de la ciencia, del arte, de las necesidades de la gente común y de la posibilidad de tener comunidad, porque convierten la palabra en instrumento de manipulación y la patria en mercancía. De ahí la necesidad de recuperar la ética del decir, de volver a unir la palabra con la acción, la verdad con la dignidad hasta desactivar la trampa del mentiroso que vende lo que no le pertenece, la esperanza de un pueblo.

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