El último Barbero Imperial

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Por | Felipe Carreño / periodista EL DIARIO

Otro día sin sol en la efímera primera república. El ardiente frío, acompañado de la atípica lluvia carente de honra que golpea, y de no ser por la sofisticada tela de colores anti COVID-19, quemaría también nariz y labios, parece que funciona en algo.

Todos llevan tapabocas, el tipito de los helados, el de la lotería, el fotógrafo y sus caballitos de madera, las palomas, el Bolívar napoleónico de la antigua plaza, la señora despeinada y sus hijos, quienes fracasan en no untar de crema blanca el tapabocas, ni su nariz ni sus manos, todos llevan uno.

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En lo alto de una esquina de la plaza, dos placas señalan dos calles, la “Calle Real” y la “Calle de los Balcones” pero en realidad es la Carrera 10 con Calle 19, y bajando a la calle 18, entre lo poco que se conserva de la arquitectura, a mitad de cuadra, en un localito de paredes gruesas y blancas, de casa de tejas de 1600, se encuentra “Imperial”, un salón de barbería, el más antiguo de la pequeña urbe, conocido popularmente como “La barbería imperial de 1918”, creada ciento siete años después de La primera Asamblea Constituyente del Estado que se reunió y expidió la Constitución de Tunja un 9 de diciembre.

Dos puertas, la segunda es una corrediza no tan antigua, de ventanitas cuadradas aislantes del ruido, no se sabe que se dice adentro y una vez que se entra, no se escucha que hay afuera, no se escucha el ruido de la gente, ni de las monedas que caen en el estuche del tipo con la guitarra que canta en inglés o francés, no se sabe, no se escucha.

Pasando por el tapete del protocolo, es inevitable no ser recibido por un enorme e imponente escudo de armas dorado sobre un fondo rojo, las iniciales del negocio, un casco, dos espadas, dos leones rampantes, feroces y, atendiendo en el salón que parece museo de arte se encuentran Gonzalo López, dueño del salón desde 1969, y William Ospina, estáticos en su labor, quienes, con un movimiento leve de cabeza y ojos, saludan dando a entender que ya casi terminan con el paciente que atienden.

Da la bienvenida quien esté más cerca a la puerta para quitar la cadena del protocolo. Ahora, William, es quien saluda con el codo invitando a entrar, armado del termómetro que parece configurado a marcar la misma temperatura de todo el mundo, como si todos estuviéramos igual de fríos o calientes. William lleva 30 intermitentes años en el salón de barbería, en donde también trabajó su padre, Ottonelson Ospina. William recuerda que, de niño, venía a barrer y a aprender del oficio observando a su papá, a Gonzalo y don Jorge Algarra, el primer dueño y fundador de la barbería, quien le daba monedas que le alcanzaban para arto, dice.

En sus primeros años trabajando allí, recuerda que le cortó el pelo a un militar, quien, al finalizar, le dijo que en el batallón necesitaban un peluquero y que si se le media a trabajar allá. William no dudó en aceptar y bajó a presentarse, ya que el peluquero del batallón, amigo suyo, le había comentado que dejaría ese trabajo y sería una buena oportunidad para que él tomara la vacante. Trabajó en el Ejército de lunes a viernes; los sábados, domingo y festivos en el salón de barbería.

Recuerda que, al pasar los primeros diez años en el Ejército, con algo más seguro, le propuso matrimonio a su amada Ana Gladis Salcedo, con quien también cumplían once años de noviazgo. Con ayuda de los militares se organizó la boda en el casino de oficiales, recepción muy emperifollada. William hace memoria con un ceño de ojos y frente, mira por las ventanitas y luego al piso, recordando a quien estaba a cargo del batallón en ese entonces, era “humilde y buena persona”, se refirió al Comandante Arenas Pineda, que estaba a cargo del batallón de servicios, a quien hicieron una despedida por lo alto, acompañando el tejo, fritanga y cerveza, antes de su traslado al batallón de Neiva como en el 96. William logró pensionarse con el Ejército, y pudo comprar su casa.

Al tiempo que William pone a calentar el agua ablanda barbas, Gonzalo va terminando su labor con un “gentleman” de unos 96, de escaso pelo blanco, como su vista, que difícilmente logra el espejo. Sus movimientos que serían guiados en un momento por su hija, que lo esperaba sentada en una silla antigua de espaldar alto tallado. Ella como todo el que espera, observa los cuadros y el arte que se encuentra en el salón. El anciano seguramente no ve el resultado, pero la confianza en su amigo Gonzalo es tradicional.

Don Gonzalo ya no lleva corbata, tampoco su bata de médico, típica del antiguo cirujano barbero de época, claro, tampoco es cirujano, ahora viste un overol antivirus, sus zapatos brillan. Limpia la silla con un aerosol aromatizado y un trapo, y comenta que el aspecto de la ciudad era muy diferente al de ahora, las modas y los peinados han cambiado mucho desde los setenta.

Llega el turno de quien escribe en la silla representativa del oficio, el barbero la reclina hacia atrás y mientras pone la pesada sábana blanca, un pañuelo azul y uno blanco más pequeño, recuerda el día que su padre llegó a la casa con los instrumentos de peluquería nuevos que había comprado, incluidas las tijeras de mecanismo simple, de cuchillas de distintos números cambiables, que solo quedaban ajustadas con una tuerca en forma de mariposa, el tapabocas ahora no silencia su risa del recordado, pero difícil momento, difícil porque él era con quien su padre experimentaba, lo llamaba a la silla, pero él corría porque se venía una verdadera tortura, él, de niño debía aguantar los tirones de la bendita máquina de mano que no cortaba sino que depilaba cuando no se sabían manejar, -esa máquina tiene su ciencia- dice Gonzalo.

El barbero identifica una barba de una semana, sumerge la brocha en el agua y haciendo un breve masaje se asegura que la zona quede húmeda, el agua está hirviendo, el agua pringa; con la misma brocha esparce la espuma de afeitar y sigue relatando que él aprendió el oficio con los mismos instrumentos del papá, cuando tenía quince años, y, antes de graduarse del colegio ya le cortaba el pelo a sus compañeros, parecía que no se apartaría del oficio. Alista la navaja, la antigua navaja de una sola pieza, que afila con movimientos parejos y rápidos en el cuero que cuelga de la silla. Ezequiel López se desempeñaba en labores agrícolas y María del Carmen López, modista en la ciudad, eran los padres de Gonzalo, el penúltimo de 6 hermanos, todos criados en Tunja.

El olor al metal de la navaja se aumenta como la espuma, se escucha el pasar de la navaja en la piel desde dentro, se siente caliente después de la primera rasurada, de verdad quita todo, y luego de la segunda pasada vuelve a afilarla, hay un breve tiempo para respirar antes de que inicie de nuevo, entonces el barbero menciona que en el año cincuenta se pasó la barbería al local actual, y que el antiguo edificio que era al frente fue demolido, que ahí funcionaba un hotel y en frente pasaban los buses que llegaban a la Plaza de Bolívar, en donde la estatua todavía estaba sobre una hermosa base en mármol y había árboles, calles que ahora son de uso peatonal. Sigue rasurando y comenta que llego el día en que le propuso al dueño y fundador de la barbería, que se la vendiera, que él quería hacerse cargo del negocio, Jorge Algarra, de inmediato, le respondió con un “no, no quiero, porque si le vendo la barbería me muero”.

Jorge Algarra tuvo un socio al iniciar la barbería en 1918, pero se separaron, y se quedó solo con el negocio, también era prestamista y dueño de una droguería diagonal al convento Santo Domingo en la 11 con 19 en esa época, fácilmente, se pudo dedicar a vivir de la renta de sus negocios, pero no, era fiel al oficio imperial, tanto que el único motivo para vender la barbería a Gonzalo fue que a cambio le permitiera seguir trabajando ahí, tal cosa se mantuvo.

Entonces, a finales de 1969, Gonzalo, con 21 años, pidió un préstamo a uno de sus hermanos para completar el dinero que necesitaba para cerrar el negocio con Jorge Algarra, la compró por $12.000. Pagaban de arriendo mensual $100 y un corte promedio costaba $1.20.

El local es la historia, un cuadro del General Santander, un escudo de armas del apellido Gonzalo, la placa conmemorativa de los 100 años, libros, cuadros, sillas antiguas, la figura inolvidable de los chimpancés disfrazados de barberos cortando el pelo o la barba, dagas, relojes antiguos, un busto, peinillas, tijeras antiguas colgadas, navaja, pacientes esperando el turno, el cuadro con dibujos de cortes antiguos, la barbería en sí misma es un adorno de Tunja, no es un tesoro escondido.

Después de, aparentemente, terminar de rasurar, aplica más espuma y detalladamente quita lo que solo va en contra de sus yemas con una pasar la navaja. Gonzalo dice que un joven, en alguna ocasión mostró interés por aprender el oficio, y lo invito a que iniciara con los rudimentos básicos, barrer, observar, entender el oficio, pero este joven lo que quería era ser un estilista profesional, no barbero, estilista de academia de peluquería, ser parte de la moda de los años setenta que golpeó duro las barberías tradicionales, porque en esa época los hombres querían tener pelo largo y patillas largas.

Entonces este joven se fue por ese lado, y termino pintándose el pelo. Cuando llegaron estos años, Gonzalo estaba en una silla, Jorge Algarra en otra, Ottonelson en otra y el joven William en otra, trabajan diariamente atendiendo clientes. En 1974 Jorge Algarra, el fundador de la barbería, el barbero imperial, fallece, a sus 83 años, apartado de su familia, pero cercano a sus amigos con quien compartía la tradición, sus últimos dos años los había pasado con los padres de William, Ottonelson y Blanca Adelia Ramírez.

Ahora el oficio tradicional está en manos de Gonzalo y William, porque parece que nadie se quiere hacer cargo de este negocio, no hay a quien heredar o quien quiera comprarlo, no hay un reconocimiento del oficio imperial que hace parte de la historia de Tunja. Solo hay nuevas modas y nuevas barberías que depilan cejas y pintan barbas.

Son mucha las generaciones que han pasado por esta barbería, nietos recuerdan cuando sus abuelos los llevaron por primera vez a que les cortaran el pelo, generaciones que salían de clases y bajaban para que les hicieran el corte elegante que deban llevar.

Es la tercera vez que don Gonzalo pasa la espuma y a navaja, y se pregunta por los cambios en el mundo y sobre la época tan dura que ha pasado el negocio a causa del virus, pero también por la persona que pueda hacerse cargo del negocio o si va a desaparecer. Termina de rasurar, limpia con el cepillo antiguo y su preocupación disminuye cuando aplica el tónico de flores sobre la piedra de lumbre que parece un hielo y que al contacto con la piel esta arde, y al tiempo evita infecciones.

Llegan más clientes, se sientan, dan una instrucción, pero el corte parece el mismo para todos, Gonzalo organiza el mueble, las capas, limpia la navaja, y termina diciendo “son $12.000 no más” lo que antes le costó la barbería, ahora en 2021, lo cobra por un corte de barba o de pelo, y agrega, “que le crezca para que vuelva pronto”.

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