Por | Manuel Humberto Restrepo Domínguez
A finales de 2016, el furor de la paz hacía creer que por fin habría derechos y respeto por la vida. En un foro internacional de paz (U. Central, Mindefensa, Alianza Paz, Bogotá) el Ministro de Defensa comunicaba al mundo que el gran activo del proceso de paz había sido el cese bilateral del fuego pactado entre el estado y la insurgencia y anunciaba que entre los inmediatos resultados estaba la caída de las acciones de guerra, la desocupación de los pabellones de hospital que atendían heridos y mutilados por miles, el descenso a mínimos de la extorsión, el secuestro e inclusive el hurto de automotores, y ratificaba la disminución a menos de la mitad de la tasa media de homicidios respecto a los años de la década anterior. Finalizaba insistiendo que el estado estaba preparado para dar seguridad a la sociedad y a los excombatientes, porque de ella dependía construir la paz territorial.
Entre múltiples voces y diversidad de organizaciones sociales y movimientos, académicos, intelectuales, funcionarios y expertos invitados, el director de la Policía señalaba que la policía estaba lista para a entrar en reflexión plural e interdisciplinaria sobre el concepto de la paz y del nuevo rol del policía como constructor y protector de paz con enfoque territorial, dispuesto a ser conciliador y mediador con la ciudadanía, respetuoso de la ley. Informaba del papel preponderante que le estaban dando a la orquesta sinfónica de la policía, que había empezado un recorrido por las cárceles, para contar una historia de reconciliación y daba cuenta de la existencia de 1187 bandas musicales de las que decía que “ahora son del pueblo, ya no del rey” y que estaban listas para promover la idea de que nunca más las violencias volverán a decidir la historia del país.
Artistas, académicos e intelectuales, llamaban a meter en las aulas el estudio del conflicto para hacer conciencia, aprender a narrar la historia, promover y participar del relato colectivo de nación y lograr que lo que se diga se traduzca en lo que se hace. La educación estaba lista para relacionarse con el mundo con herramientas pedagógicas paz para pasarla del deseo al esfuerzo continuo. Había disposición para tomar las lecciones del pasado, aplicarlas al futuro y crear las nuevas subjetividades a partir del sentido de inviolabilidad de la vida, como base para iniciar nuevos relatos capaces de recomponer la ética y superar la degradación moral, a la que se había llegado.
Todas las voces en un coro de diversidad anunciaban su compromiso y disposición para la paz. La percepción, ánimo y esfuerzos colectivos estaban en su mejor momento y las 217 páginas del “acuerdo de paz” serían la brújula que seguir. Para todos, estado, gobierno, comunidad internacional y sociedad era claro que la insurgencia no había sido derrotada política, ni ideológica, ni militarmente y la dejación de sus armas, estrategias y modos de guerra estaba constatada. Ahora entrarían a hacer parte de la vida política, (la real política), como constructores de paz. Había suficientes y necesarias garantías para afirmar de antemano que la paz firmada produciría rápidamente la transformación de la sociedad y del estado, como había ocurrido en los recientes conflictos cerrados con negociaciones. En Nepal se acordó y produjo de inmediato la conversión de la monarquía a democracia; en Burundi la insurgencia asumió 33 altos cargos del estado; Irlanda estableció un gobierno compartido entre católicos y protestantes y; en Angola se pactó un gobierno de unidad nacional. La insurgencia aquí solo tendría 10 escaños en un parlamento de 250 y quedaba bajo protección especial del estado. No importó la escasa equivalencia, superar la barbarie y por la ruta de la reconciliación entre antiguos enemigos era el valor supremo, previsible, porque no había un cuerpo vencido para hacer la paz sobre él, y era preciso construirla en colectivo, cambiando prácticas y renovando estructuras de poder, de gestión, lenguaje y actitud. Había fervor y confianza en que pronto se tendría un estado de derecho fuerte, copando territorios, mejorando el bienestar, recuperando la estabilidad política y social, símbolo de respeto, reconocimiento y garantía de los derechos humanos. El acuerdo firmado era la oportunidad que cualquier gobierno hubiera querido tener para reconstruir al país sobre la vida y dejará atrás la muerte. El acuerdo firmado era un ejemplo para el mundo y una pieza maestra de justicia retributiva cuya lógica no está en que los actores directos estado-insurgencia y terceros en la guerra respondan ante el estado si no ante la sociedad y las victimas, lo que se castiga no es el delito cometido, si no la falta al compromiso de decir la verdad para sanar las heridas.
La paz estaba en curso, iba bien, era una oportunidad irrepetible, pero ocurrió lo que nadie podría explicar racionalmente: El gobierno la negó, la impidió, la obstaculizó, devolvió el país a la barbarie. La influencia, temeridad y acción del partido en el poder cortó el fervor creciente y bloqueó las rutas hacia la paz. Retornó a la “doctrina de la guerra contra el terror” a la que convirtió en principal herramienta de existencia del partido y de gobernanza del estado, envió a la basura la Doctrina Damasco, las bandas musicales, la idea del policía conciliador, el soldado soberano, el funcionario responsable y el estado de derecho. “La doctrina es de terror” y ha impedido que se hable, discuta y sobre todo que se traten las causas del conflicto como causas para librar al país del regreso a la guerra.
El partido en el poder protege la desigualdad, que es la causa original producida por las élites que concentran poder político, bienes materiales y sistemas de corrupción y despojo de los bienes de la nación. Allí anida el factor desencadenante del delito, la violencia y el horror, que, al impedir el fervor de la paz, ha puesto 100 años en retroceso los derechos conquistados y llevado al país a la vergüenza de ser primeros en el mundo en desplazamiento y asesinato selectivo de lideres sociales, defensores de derechos humanos, firmantes de paz y doble la mejor publicidad de estado del estilo Goebells.
Nada indica hoy que exista el estado de derecho fuerte, porque el partido en el poder convirtió su No al plebiscito (inconcebible para la razón y la política y ganado en votos por decimas entre millones) en su patente de corso para impedir la paz e impulsar otra vez la muerte de un país miles de veces asesinado, torturado, descuartizado, decapitado, incinerado, acallado y “hecho trizas”, por las mismas élites agrupadas hoy en el partido en el poder, que afuera de las fronteras presentan al país como remanso de “paz con legalidad”, olvidando que no hay protección de derechos humanos, ni contribuciones efectivas que prevengan y mitiguen los delitos violentos y los conflictos, ni procesos legítimos para la resolución de las reclamaciones y desincentivos para el delito y la violencia.